Pobrecita de mí

Margarita Lignan Camarena

Quiero compartirte cómo un día me quité el velo gris de la desesperación y lo que aprendí de mí.

 

No sé cuándo empezó todo, pero sí recuerdo que lo escuché con claridad por primera vez el día que fui a recoger mi camioneta nueva a la agencia; en cuanto me subí y cerré la portezuela, comencé a pensar que la camioneta de mi hermana es mucho mejor e incluso también lo es la de mi vecina, pero “ni modo, sólo me alcanzó para esta y además tendré que pagarla en varias mensualidades, lo que con seguridad se me volverá pesadísimo… Pobrecita de mí”.

 

Al llegar a casa, mi esposo me pidió que tomáramos un café en la cocina para platicarme de un nuevo proyecto en su trabajo, le propusieron un ascenso, pero para tomar el nuevo puesto tendría que ir a capacitarse a otro estado durante varios meses, “pobrecita de mí”, pensé, “tendré que hacer todo el trabajo de la casa y encargarme de los chicos yo sola; además estaré todo el tiempo preocupada de que mi esposo no se vaya a contagiar de algo por allá, ahora que estamos con lo de la pandemia”.

 

Por la noche llamé a mi amiga Amelia para compartirle mis desasosiegos. —Eres muy afortunada— me dijo —Tienes una hermosa familia y al parecer la prosperidad se asoma a tu puerta. — Debo confesarte que las palabras de Amelia me hicieron sentir ofendida, incomprendida, incluso menospreciada. —Claro que tengo una familia— le recordé— pero con muchos problemas, pues hemos tenido que enfrentar muchísimas dificultades; como hace 10 años, cuando me detectaron un quiste y creímos que era cáncer, sufrimos mucho.

 

También me traía asoleada lo de mi sobrino mayor Luis, él está estudiando Derecho, yo lo he apoyado con algunos pagos de la escuela porque mi hermano ha tenido muy mala suerte, no encuentra trabajo en ningún lado. Hasta me dio gastritis nada más de pensar que un día mi esposo pierda el trabajo y ya no pueda apoyar a mi sobrino, además, me preguntaba si el que estudiara una licenciatura sería buena inversión, pues hay tanto profesionista sin trabajo.

 

Y entonces pasó, conocí a Isabela, una linda adolescente que un día tocó a mi puerta, cuando abrí, ella bajó de un triciclo de carga, muy sonriente, canasta en mano, para ofrecerme arroz, espagueti, chiles rellenos, croquetas de atún y ensalada; me aseguró que estaba todo muy limpio, ella venía impecable con guantes y careta y me comentó que ella y su hermana estaban preparando comida diariamente para salir adelante con sus estudios.

 

  • ¿Y tus papás?
  • Ah, ellos ya están mejor, ya están con diosito; hace un par de años tuvieron un accidente en la carretera… No, no; no ponga esa cara, murieron muy rápido, ni cuenta se dieron.
  • ¿Y quién se encarga de ustedes?
  • Mi tía, ella nos echa un ojito porque también tiene sus cosas que hacer.
  • Pobrecitas de ustedes”
  • Ja ja ja; no, no somos pobrecitas las dos estudiamos y trabajamos, vendimos el coche de papá y así empezamos este negocio, con la pandemia nos está yendo muy bien, vivimos con mi abue; así que no pagamos renta.
  • ¿Además cuidan a su abuelita?, ¡pobres criaturas!
  • Afortunadamente la tenemos, diría yo.

 

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Cada lunes y miércoles que Isabela toca a mi puerta parece domingo soleado, aunque esté nublado. No sé cómo explicarte, pero apenas sonríe y todo se ilumina; todo agradece, todo le parece maravilloso, se siente llena de buena fortuna y narra sus aventuras como si fueran sucesos extraordinarios. Como la vez que se disculpó por no entregarme la comida porque se le cerró un coche que le pegó en el triciclo y le tiró al suelo toda su mercancía; pero ella lo que destacó fue su “excelente maniobra” para salir ilesa del accidente que consideró una torpeza de ambos conductores.

 

Gracias a la sonrisa y a los relatos de Isabela, el velo gris que me cubría siempre se desvaneció, comencé sin querer a imitar sus formas de enfrentar el día a día; es que tiene una alegría tan franca que es inevitable contagiarse. Poco a poco comencé a sentir una sensación de ligereza. Descubrí que Isabela acepta todo lo que ocurre tal cual como es, sin querer cambiarlo ni aferrarse, entonces pude darme cuenta de que yo no era una víctima, es verdad que algunas veces no puse los límites que mi autoestima necesitaba, algunas otras veces exigí el afecto o la atención de los demás facturándoles mi sufrimiento; incluso hubo ocasiones en las que me llené de temor ante una responsabilidad y preferí actuar como víctima para que alguien más la tomara.

Aprendí que victimizarme es una forma de violencia, porque de esa forma yo solía responsabilizar a otros de asuntos que son mi responsabilidad, de decisiones que yo tomé o de errores que yo cometí.

Hoy me concentro en todo lo bueno que tengo, acepto las cosas que no me gustan como una enseñanza, y sobre todo, he aprendido a tomar con alegría la responsabilidad de mí misma; dejé de pensar en la vida como una ruta tortuosa para disfrutarla como Isabela, viéndola como una maravillosa aventura.