La escritura es una llave

Margarita Lignan Camarena

Cuando era niña casi nada se podía, no teníamos dinero, mi padre se marchó (sólo él sabe a dónde) y mi madre enloqueció por muchos motivos; porque la responsabilidad era grande, porque por primera vez tendría que trabajar, porque su plan no era criar hijos sola, porque su corazón estaba hecho fragmentos y sobre todo, porque la vida la obligó a renunciar de golpe a todo lo que había soñado.

 

Yo estaba por entrar a segundo de primaria y no lloré una sola lágrima, sólo engordé y engordé hasta sentirme realmente grande, lo suficiente como para cuidar de mis hermanos, y en ocasiones también de mi madre, que buscaba en pastillas de colores viajes hacia otras dimensiones más amables.

 

Por cierto, quiero contarte que antes de este apocalipsis yo nadaba mucho, me encantaba nadar, creo hasta hoy que gran parte de mi naturaleza es acuática; así que perder mis clases de natación porque ya no había con qué pagarlas, me dolió tanto que esa vez sí lloré, pero debajo del agua, como las sirenas.

 

Te puede interesar: De la tristeza a la depresión: un paso

 

También me gustaba bailar, pasaba horas en la tele viendo un programa semanal de bailarinas de ballet a las que luego yo imitaba entre las paredes de mi cuarto, usando como tutú una vieja crinolina que perteneció a los años mozos de mi madre. Tampoco hubo con qué pagar las clases de ballet, además “no aceptan gordas”, me dijeron.

 

Quise ser pintora, una tía me regaló un bastidor y un pequeño paquete de óleos, su aroma, su textura, su manera de deslizarse sobre la tela me encantaban; combinar colores, matizarlos. Yo sentía que el color daba vida a las imágenes, pero se acabaron y escuché una voz que dijo: “no podemos gastar en esas cosas”.

En casa de mi abuela, donde vivíamos, encontré algunos libros viejos que fueron llegando con la suscripción al periódico, mismos que vivieron muchos años adornando las repisas hasta que me dio por leerlos; la verdad es que unos sí los entendí y otros no, unos me aburrieron muchísimo y otros me fascinaron y varios, sobre todo los de poesía, sonaban tan bonito cuando los leía a solas pero en voz alta, que comencé a imitarlos.

 

Las palabras se convirtieron para mí en textura y color, con ellas daba piruetas, saltaba, flotaba e incluso podía viajar a bellísimos escenarios marinos que aparecían en mi mente como si la mismísima Alfonsina Storni me los dictara.

 

No necesitaba dinero, ni que nadie me llevara a clases, sólo papel y un lápiz o pluma con qué escribir. Llené cuadernos y cuadernos de imaginarias cartas que me escribió mi padre, mismos en los que le confesé a mi mamá lo enojada que estaba y en los que renuncié mediante un formal manifiesto a hacerme cargo de lo que no me correspondía. Más tarde escribí poesía para quien tocó mi corazón y también para quien lo rompió. Escribí cuentos de terror en los que me reconcilié con mis fantasmas y cuentos fantásticos en los que según yo he plasmado lo que imaginé; pero luego me parecen tan familiares, que más bien creo que son experiencias de otras vidas.

 

Escribí un montón de cuentos para reinventarles el mundo a mis pequeños hijos, y luego, varios años más tarde, escribí mi primera novela para explicar a jóvenes, quienes quizá desafortunadamente también estén viviendo adversidades, que la escritura es una llave, que abre y desbloquea todas las puertas.

 

La escritura me ha llevado de viaje para dar conferencias, con ella he pagado las cuentas, me ha permitido conocer a muchas personas, todas maravillosas porque de todas he aprendido mucho, me ha ayudado a ser protagonista y transformarme en quien en realidad quiero ser.

Hoy escribo cartas para mis lectores y escribo historias que viví o que alguien más me contó, porque quiero dar vida a todo tipo de realidades, o todo tipo de miradas, dar voz a otros corazones e intentar transformar con palabras lo que no me gusta del mundo porque en definitiva, la escritura es una llave.