Ojalá que fueras

Margarita Lignan Camarena

No sabía si contar esta historia, que finalmente es la historia de mi vida, pero como algo en mí se transformó, hoy sé que vale la pena compartirla.

 

Mi hermano menor falleció cuando era niña, yo tenía 5 años, él 3; recuerdo el dolor de mis padres que lloraban juntos y separados a todas horas.

 

La verdad, me acuerdo poco de mi hermano porque yo también era muy pequeña. Lo reconozco en las fotos y entiendo lo que me cuentan de ellas, pero es como si fueran anécdotas de alguien más, no como mis propias experiencias.

 

A mí nadie me preguntó cómo me sentía cuando él se fue, el duelo era todo de mis padres, pero ahora lo puedo decir, necesito decirlo, me sentía culpable, ¿de qué?, no lo sé bien, quizá de ser la sobreviviente, quizá de sacar mis juguetes para volver a sonreír en medio de aquella tragedia o de haberme creado un hermano imaginario con el que seguí hablando cuando mis papás, tíos y abuelos, lo habían perdido para siempre.

 

Los años fueron pasando y a cada paso que yo daba, una misma frase se repetía “ojalá que fueras como él”; si yo hacía una travesura, me recordaban que mi hermano siempre fue obediente, si sacaba malas notas, enfatizaban en que él se fue a los 3 sabiendo bien los números; si yo me ensuciaba por andar trepando árboles, me decían que él siempre fue muy limpio, y así sucesivamente.

 

Llegué a la adolescencia convencida de que quien yo era, no bastaba, nunca era suficiente por más que me esforzara y cuando me equivocaba, yo misma me repetía “ojalá fuera como él”; pero repetírmelo me causaba un dolor que se convirtió en una herida constante clavada en el centro del pecho, que ocasionó que ya todo me doliera demasiado; cualquier amiga que dejara de hablarme, cualquier profesor que me reprobara, por supuesto, una relación de noviazgo que fallara; bueno, hasta los pantalones que ya no me cerraban eran motivo para auto recriminarme . Aquella frase que aprendí de niña se convirtió en un mar de descalificaciones que no podía parar.

 

Y se lo permití también a otros, cualquiera podía decirme libremente todo aquello que viera mal en mí y hubo algunos suficientemente listos que aprovechando mi inseguridad me culparon de cosas que nunca hice, me robaron proyectos de trabajo argumentando que yo no tendría la fuerza para ejecutarlos o me hacían “recomendaciones” que nunca solicité acerca de cómo mejorarme a mí misma, de cómo debía ser.

 

Caí en profundas depresiones pensando: “ojalá que no fuera la tonta que soy”, “ojalá fuera como fulana o como mengano” y me llené de envidia por sus éxitos y de resentimiento hacia mí.

 

Me casé con alguien que no me encantaba, pero que quiso estar conmigo, y la verdad es que me pareció que siendo quien yo era, no podía “ponerme mis moños”, así que acepté, y al poco tiempo él comenzó a enumerar mis fallas para que las corrigiera. Seguí tratando de modificarme y modificarme; pero me daba rabia y me lastimaban aquellas observaciones que finalmente eran rechazo; entonces quise tomar fuerza, aunque lo hice torpemente, y me puse a enumerarle una a otra sus fallas, hasta que eso se volvió un circo del que no salimos bien librados; nos separamos y yo sentí que el mundo se me acababa porque ahora, “¿quién me iba a querer?” Y me culpé por irme de una relación que me lastimaba pensando que la fortuna no sería tanta para mí y que ni de locos podría volver a encontrar a alguien que quisiera estar conmigo.

 

Pero justo en medio de ese abismo, un pequeño niño me miró, mi hijo, que entonces tenía 5 años, y así, como sabiéndolo todo, una tarde en que mi corazón lloraba y mi rostro disimulaba, o al menos, eso es lo que intentaba, él me dijo “mami, eres la mejor del mundo; tú eres mi favorita”.

 

Te puede interesar: Te lo digo por tu bien

 

Por primera vez ya no intenté disimular, por primera vez decidí que mis sentimientos también importaban y les di cabida, lo abracé y reí y lloré todo lo que pude; todo lo que necesité, plena de confianza en que abría mi corazón ante la mejor compañía.

 

Decidí transformarme, acudir a una terapia grupal, darme permiso de ser la que soy y valorarlo. Me vi en mi hijo y sentí empatía, frené la inercia que me acompañó desde niña para transformar mi linaje. Elegí ser distinta con mi hijo, preguntarle cómo está y cómo se siente con lo del divorcio. Aunque yo tenga distancia con su padre, fomento que ellos se quieran y estén cerca. Escogí no ser una mamá permanentemente triste como fue la mía, de quien entiendo claramente su dolor, pues yo también hoy tengo un hijo, pero sigue lastimándome que prefiriera perdernos a los dos que quedarse conmigo y acogerme.

 

 

Aprendí que puede frenarse la forma de narrar mi historia, de golpe y con valor. Hoy yo le cuento a mi niño que tuve un hermano maravilloso y que yo también fui una niña maravillosa; me esfuerzo en recordar mis logros y le cuento de cuando gané el concurso de natación y de cuando hice mi primer pastel para festejarle a mis padres su aniversario.

 

Lo más difícil fue cambiar la narrativa con ellos, pero ahora, cada vez que me recuerdan lo bueno, lo guapo o lo inteligente que era mi hermano, yo les respondo “¿verdad que sí?, nos parecemos mucho” y ellos, aunque no me responden, tampoco se atreven a negarlo.