El Gallo

Margarita Lignan Camarena

Abundio recuerda con mucha claridad aquel día en que su padre le enseñó “a ser hombre”, tendría entonces unos siete años, estaban sentados a la orilla de la milpa, descansando un poco del sol que azotaba sus rostros como una bofetada, cuando por primera vez una abeja lo picó; sintió un dolor punzante, como si se le hubiera enterrado una varita, pero al ver al insecto en su brazo se asustó y comenzó a gritar; su papá, don Filemón le dijo que no chillara como vieja, que los hombres se aguantan siempre el dolor y que además eso le pasaba por tener la piel tan suave, que un verdadero hombre la debe tener curtida y que para eso, debía rociarse con su propia orina las manos y los brazos de vez en cuando. Aquella noche, aunque tuvo fiebre y un fuerte dolor de cabeza, no lo dijo, porque después del extraño consejo, su papá lo amenazó “y si vuelvo a verte lloriqueando, te doy bien juerte con el cinto pa que de veras tengas razones”.

 

Ya más grandecito, como a los 10, se cayó de un árbol cuando trepó para bajar las manzanas y se fisuró el tobillo; pero tampoco dijo nada, simplemente se hizo un amarre con un pedazo de trapo que encontró y siguió trabajando, aunque rengueando. “¡Ése es mi gallo!”, gritó Filemón orgulloso, y desde entonces Abundio se hizo de aquel apodo que lo convirtió en el hijo más querido de su padre.

 

Hoy que tiene 50, los consejos del médico de su pueblo le parecen “pura lata, ganas de fastidiar y de que uno se deje sacar el dinero”, por eso nunca va a que lo revisen, aunque le detectaron diabetes una vez que se desmayó; en aquel entonces le dieron a su esposa Juana una lista de alimentos para que Abundio se cuidara, además de la indicación tajante de que dejara de beber alcohol; pero El Gallo nunca hizo caso, “de algo nos tenemos que morir”, y siguió borrachera tras borrachera hasta que le cortaron una pierna, pues la gangrena provocada por sus niveles tan altos de azúcar en la sangre, afectó gravemente su coagulación.

 

Al Gallo tampoco le gusta mucho bañarse, le parece que andar todo el tiempo oliendo a jabón es cosa de mujeres y que un hombre de verdad debe oler a campo, a tierra a faena; lo cual ha continuado agravando la situación de su pierna, pero también la de Juana y del Toñito, el más pequeño de sus hijos, que nació sordo debido a que Abundio padecía además sifílis crónica, de tanto que como buen gallo anduvo “de corral en corral” como decía. “Ese crío nació mal porque la familia de mi mujer tiene mala sangre”, justificaba y tampoco dejó que a ellos los atendiera nadie porque “los médicos además de careros son chismosos”.

 

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Sus dos hijos mayores se fueron a Estados Unidos, Abundio quiso enseñarle a Gonzalo las mismas cosas que a él le transmitió su padre para que fuera también su gallo; pero a temprana edad, a los 14, Gonzalo quiso irse al otro lado con un primo de Juana y se llevó a su hermana Amelia, pues estaba harto de que su papá le pegara porque se ponía a estudiar en vez de cocinar.

 

La partida del que hubiera sido su gallo, y el que sus hijos nunca lo llamaran ni vinieran a verlo le dolía a Abundio tan profundamente que solo el aguardiente lo podía anestesiar, pero nunca lo confesaba.

 

— ¡Abundio, ya párale, vas a acabar en el panteón y me vas a dejar sola con Toñito!

 

— Ya no des lata mujer, si me muero, desde allá los cuido, que el que es buen gallo donde quiera canta, ¿qué no?