Escrito por: La redacción.

Son las 10:00 de la noche y María regresa a su casa en la colonia Portales, de la Ciudad de México, después de un largo día de trabajo.

Sale del metro hacia una calle mal iluminada y lo primero que hace es mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie la siga. Acto siguiente, se quita y guarda en uno de los bolsillos de su pantalón una pequeña pulsera de oro que siempre lleva consigo; saca el llavero de su bolsa y empuña firmemente aquella llave puntiaguda, con forma de cruz, que es un poco más larga que las demás, y se dispone a caminar, tan rápido como le es posible, rumbo a su casa que se ubica a unas cuantas cuadras de distancia.

Elige transitar por esa calle que parece estar un poco más iluminada, aunque eso implique caminar dos cuadras más que lo que caminaría si tomara la ruta más directa; ya una vez le tocó ver como asaltaban a un hombre que caminaba sobre esa otra ruta, y sabe, de buena fuente, que por este camino a menudo hay jóvenes que a ella le parecen “de mala pinta”. A ella nunca la han asaltado, no ha sido víctima de la violencia asociada a esa amplia gama de crímenes que diariamente aquejan a un buen número de personas en esta ciudad, pero no piensa arriesgarse, y toma todas las medidas que puede para prevenirlo.

María, al igual que millones de ciudadanos que habitan ésta y otras ciudades del país, es la prueba viviente de que la percepción de inseguridad y el miedo a la violencia modifica nuestras conductas frente a estas amenazas.

La percepción de la seguridad tiene un efecto real en la manera cómo las personas se desarrollan y se relacionan con su entorno (PNUD, 2014). Los cambios en los comportamientos de los individuos, como el que vimos en el caso de María, se miden actualmente a través de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE), a cargo del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, la cual se levanta a nivel nacional de manera anual. Dicha encuesta arrojó que para el año 2016, el 61.1% de la población encuestada consideraba a la inseguridad y la delincuencia como el mayor problema que enfrenta su lugar de residencia.

El cambio en estos comportamientos revela que la manera en la que la ciudadanía enfrenta esta situación es mediante acciones de prevención dirigidas a evitar a toda costa, ubicarnos en situaciones en las que podemos ser víctimas, pero muy poco se hace en la profundización del entendimiento del fenómeno: cómo prevenir el surgimiento de dinámicas violentas en las que la existencia de víctimas y victimarios ocasiona el incremento de la percepción de inseguridad.

Dicho problema tiene que ver, en gran medida, con la limitada percepción de que el Estado es el único actor responsable para garantizar la seguridad; bajo esta lógica, el papel de la ciudadanía se reduciría a la denuncia de delitos sufridos. No obstante, la ENVIPE demuestra que sólo el 9.7 de los delitos fueron denunciados ante Ministerio Público, arrojando una abrumante cifra negra del 93.6%.

El paradigma de la seguridad y su significado ha cambiado con el paso de los años y se ha ido adaptando a nuevas y crecientes amenazas; también lo ha hecho el papel y la responsabilidad que recae en los distintos actores de nuestra sociedad para garantizarla.

De esta evolución en la visión de lo que significa la seguridad surge el concepto de seguridad ciudadana, el cual pone a las personas en el centro de su definición, busca garantizar la protección de los derechos humanos y es considerada por organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), como un requisito para el desarrollo humano.

Bajo este orden de ideas, ciertamente el Estado es el actor que tiene el mandato de proveer seguridad, en tanto que ésta constituye un bien público. Pero, sin lugar a dudas, la seguridad ciudadana es, como lo señala el Informe Regional de Desarrollo Humano 2013-2014 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): “una tarea que demanda la participación y el compromiso de las personas, de empresarios, académicos, políticos, líderes de la sociedad civil, movimientos sociales y organizaciones de base”.

La pregunta obligada es entonces: ¿Cómo hacer efectiva dicha participación desde la experiencia individual y ciudadana?

Dado que la violencia y la delincuencia son fenómenos multifactoriales, sería imposible pensar en un solo camino a seguir para prevenirlos. Pero diversos autores coinciden en que, desde una perspectiva individual, la aportación que el ciudadano puede tener en la prevención de la violencia puede darse por dos vías: por un lado, la educación desde casa de niños y jóvenes, y el involucramiento de padres y tutores en programas escolares enfocados a dicho propósito. Por otro lado, la participación activa en los distintos frentes que pueden tener influencia en la sociedad y en la generación de las políticas públicas (organizaciones civiles, asociaciones vecinales, grupos empresariales, etc.)

La participación en la prevención de la violencia puede ir desde las acciones más básicas, como hablar con nuestros hijos sobre el bullying o conocer a nuestros vecinos y al policía que patrulla nuestra cuadra, hasta tareas más complejas como participar desde frentes colectivos y civiles en la generación de propuestas de política pública o en la evaluación de las ya existentes.

El desafío está en cambiar la visión en torno a cómo se generan las violencias y cuál es nuestro papel en prevenirlas.

Last modified: septiembre 11, 2019