María Eugenia Suárez De Garay
La reforma constitucional de 1953 otorgó a las mujeres mexicanas el derecho al sufragio, mismo que ejercieron por primera vez el 3 de julio de 1955. Este acontecimiento histórico supuso un gran avance democrático que generó una situación de igualdad constitucional en el ámbito político para la mujer. Con el paso del tiempo quedó claro que las mujeres, pese haber alcanzado el derecho al voto seguían enfrentándose a múltiples obstáculos que dejaban en evidencia las desventajas frente a los hombres cuando intentaban incorporarse activamente en la vida política. Ello evidenció que la igualdad formal no bastaba para alcanzar una mayor igualdad en los diversos espacios políticos ni ciudadanos.
Tras 26 años de que las mujeres mexicanas habían alcanzado el derecho al voto, las Naciones Unidas aprobó en 1979 la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), el tratado de derechos humanos más importante para las mujeres de todo el mundo. Hasta hoy, la Convención cuenta con 189 Estados Parte. Si bien las aportaciones de este instrumento internacional han sido centrales para el avance en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, la propia CEDAW es enfática cuando señala que la igualdad formal o de derecho (ante la ley y en la ley) no ha alcanzado para asegurar la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. De ahí que de manera reiterada a lo largo de los años, el Comité de la CEDAW ha recordado a los Estados Parte su obligación de poner todos los medios para alcanzar la igualdad de resultados o la igualdad sustantiva (el Estado cumple con su obligación de remover todos los obstáculos para que la igualdad se alcance en los hechos); y, reconoce que no es un camino sencillo alcanzar dicho fin. Por ello, para acelerar su avance son necesarias medidas temporales o acciones afirmativas orientadas a la eliminación de la discriminación, las desigualdades y las diversas manifestaciones y tipos de violencia contra las mujeres. Algunos ejemplos de estas medidas temporales son: la ley de cuotas; aumentar los esfuerzos para garantizar el pleno goce de los derechos de las mujeres en el ámbito laboral; acompañar y visibilizar la situación de amenazas colectivas e individuales de mujeres que reclaman el cumplimiento y respeto por los derechos y la seguridad de sus cuerpos y sus vidas, entre otras.
En México se firmó en 1980 y ratificó el 23 de marzo de 1981 la CEDAW. Sin lugar a dudas, este instrumento internacional ha sido vital para empujar avances en materia de participación política de las mujeres en nuestro país. Aunque se ha caminado a veces más lento de lo que hubiésemos deseado, hemos ido acortando la brecha para lograr una mayor participación de las mujeres en la vida política, algo que ha sido posible en gran parte por la firme convicción, el trabajo y la constante exigencia del movimiento amplio de mujeres que han demandado sin tregua el pleno reconocimiento y ejercicio de sus derechos políticos.
Algunos de los acontecimientos que dan cuenta de ello son la disposición incluida en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) en 1993, que llama a los partidos políticos a promover una mayor participación de las mujeres en la vida política, a través de las candidaturas a puestos de elección popular (artículo 175). Si bien esta medida no significó una obligación efectiva para los partidos políticos ni tuvo efectos vinculantes, sí abrió el camino a posteriores acciones que marcaron un punto de no retorno. Así, para 1994, Chihuahua adoptó la primera ley con cuota de género, aplicada a las candidaturas de representación proporcional y Durango aprobó una medida parecida a la federal. Con la reforma de 1996, cuando la igualdad entre mujeres y hombres se situó en el centro de las discusiones de los partidos políticos, se realizaron cambios profundos a las leyes electorales que transformaron radicalmente la competencia política al tocar áreas sustantivas del proceso electoral. Esta reforma trajo consigo la obligatoriedad para los partidos políticos de las cuotas de género, aunque todavía con un sesgo importante: ningún partido podría exceder el 70% del total de sus candidaturas para un mismo género.
En 2002, la legislación tuvo otro avance importante gracias a que las diputadas de la LVIII Legislatura acordaron impulsar una nueva reformal al COFIPE para “crear un mecanismo que garantizara el acceso de un mayor número de mujeres a candidaturas de elección popular con participación equitativa en la política” (Peña, 2003: 46), que le dio la vuelta a las meras recomendaciones sujetas a la voluntad política y se volcó hacia la obligación de todo partido político para su cumplimiento. Y a partir del 2007, la COFIPE estableció que al menos el 40% de las solicitudes de registro para candidaturas a diputados como a senadores que presentaran los partidos políticos o las coaliciones ante el extinto Instituto Federal Electoral (IFE) deberían integrase con personas de un mismo género procurando llegar a la paridad.
La Reforma Constitucional de 2011 en materia de Derechos Humanos, elevó a rango constitucional los derechos humanos que se derivan de los tratados internacionales. A su vez el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación emitió la sentencia 12624 (inciso 11) que estipuló la obligatoriedad de todos los partidos políticos de cumplir con las cuotas de género sin excepción, integrar fórmulas con suplencias del mismo sexo, así como la responsabilidad el IFE y de los partidos políticos para asegurar que se cumpla con lo estipulado en dicha sentencia.
Ciertamente todo este andamiaje normativo y el que se ha seguido desarrollando en los últimos años, ha representado un salto cualitativo en las puertas que se han abierto para una participación político-electoral de las mujeres mucho más significativa. Sin embargo, esta participación no está exenta de enormes desafíos y preocupantes impedimentos para una participación plena. Quizá el más preocupante de ellos sea la creciente violencia política por razones de género que viven las mujeres que incursionan en el ámbito político.
En un significativo esfuerzo por reconocer esta realidad lacerante, en 2020 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el cual se reforman y adicionan disposiciones en materia de violencia política de género en diversas leyes: Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia; Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales; Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral; Ley General de Partidos Políticos; Ley General en Materia de Delitos Electorales; Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República; Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, y Ley General de Responsabilidades Administrativas. Con estas reformas, el Estado mexicano resolvió una de las recomendaciones que el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de la CEDAW emitió en sus Observaciones a México en julio de 2018, donde le había exhortado desde tiempo atrás a “armonizar la legislación estatal a fin de reconocer como delito la violencia política contra las mujeres, estableciendo responsabilidades claras en materia de prevención, apoyo, enjuiciamiento y sanción para las autoridades federales, estatales y municipales” (Recomendación 34).
De acuerdo a la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, en su artículo 20 “La violencia política contra las mujeres en razón de género: es toda acción u omisión, incluida la tolerancia, basada en elementos de género y ejercida dentro de la esfera pública o privada, que tenga por objeto o resultado limitar, anular o menoscabar el ejercicio efectivo de los derechos políticos y electorales de una o varias mujeres, el acceso al pleno ejercicio de las atribuciones inherentes a su cargo, labor o actividad, el libre desarrollo de la función pública, la toma de decisiones, la libertad de organización, así como el acceso y ejercicio a las prerrogativas, tratándose de precandidaturas, candidaturas, funciones o cargos públicos del mismo tipo”. Esta modalidad de la violencia ha venido creciendo significativamente y se exacerbó en el pasado proceso electoral de 2021. Ciertamente hay consenso en que el proceso electoral de 2021 es el más grande en la historia reciente de México, por el número de cargos a elegir y porque el voto de la ciudadanía para los puestos de elección popular privilegió a las mujeres para ocupar el mayor número de espacios, pero al tiempo también el proceso electoral más violento y hostil contra las mujeres, pese a que los partidos políticos y los candidatos habían alcanzado el compromiso de frenar la violencia política por razón de género.
Según los datos de la Observatoria Todas MX , de los 35 asesinatos cometidos durante el proceso electoral, 21 fueron de candidatas. Ademas, se registraron alrededor de 105 denuncias contra candidatos que incumplieron los lineamientos 3de3VsViolencia aprobados por el Instituto Nacional Electoral (INE) el 28 de octubre de 2020, que establecen que los aspirantes a una candidaturas deben llenar y firmar un formato, de buena fe y bajo protesta de decir verdad, en el que señalen que no se encuentren bajo tres supuestos:
- No haber sido persona condenada o sancionada por violencia familiar y/o doméstica, o cualquier agresión de género en el ámbito privado o público.
- No haber sido persona condenada o sancionada por delitos sexuales, contra la libertad sexual o la intimidad corporal.
- No haber sido persona condenada o sancionada como deudor alimentario o moroso que atenten contra las obligaciones alimentarias.
A los asesinatos de candidatas se sumaron otras manifestaciones de violencia de género detectadas en el proceso electoral, como lenguaje sexista, insultos, minimización o exclusión, discriminación por raza y género, amenazas y violencia física. De acuerdo con la Observatoria, estos tipos de violencia contra las candidatas “fueron ejercidos, en su mayoría, por medios de comunicación, candidatos, partidos y hasta ciudadanos mediante plataformas digitales o redes sociales. Incluso, se mencionó el caso de Puebla, que ocupa el primer lugar en reportes por lenguaje sexista y uso inequitativo de tiempo en medios comunicación y redes sociales, donde se detectó un embate por parte el gobierno estatal contra las mujeres candidatas. Los estados que le siguen a Puebla en este tipo de agresiones contra las candidatas son Yucatán, Michoacán, Ciudad de México y Veracruz”.
Aun con la entrada en vigor de la reforma a 10 artículos de la Constitución Política en junio de 2019, que establecen paridad en todos los cargos de decisión para mujeres y hombres, la legislación -aunque robusta- nos ha venido mostrando que no es suficiente si lo que caracteriza a nuestros entornos es una cultura de la impunidad y del incumplimiento de las leyes. En sociedades como la mexicana donde prevalece además una cultura machista, de privilegios y dominación masculina, la competencia electoral en términos de género suele estar acompañada por el fenómeno del acoso y violencia política de género, como ha sucedido en las elecciones recientes. Esta expresión de la violencia de género en el espacio político siguen siendo, sin duda, el principal desafío para garantizar los derechos políticos y los derechos humanos de las mujeres. Sin su erradicación, se debilita la posibilidad de una participación plena de las mujeres y la paridad en el ámbito político concebida como medida definitiva orienta a la reformulación del poder político y como condición indispensable para el adecuado funcionamiento de la democracia, el crecimiento y desarrollo próspero de nuestro país.
En México, en la región y a nivel internacional se han venido desarrollando y adoptando diversas acciones orientadas a abordar la problemática del acoso y/o violencia política contra las mujeres que tienen como principal objetivo el visibilizar, desnaturalizar, prevenir, sancionar y erradicar esta problemática. Muchas de estas acciones son prácticas inspiradoras, prometedoras, innovadoras que es relevante conocer para generar las propias y de acuerdo a los contextos específicos donde se pretende actuar para erradicar la violencia política. Valga aquí mencionar tan solo algunas de las ya probadas en diversas latitudes: diseñar e implementar políticas de formación en todos los niveles del Estado con la finalidad de visibilizar y desnaturalizar la violencia política de género; dar seguimiento y revisar el acceso a la educación, especialmente la educación superior de mujeres rurales, indígenas, desplazadas, entre otras; aplicar enfoques multisectoriales para la prevención del acoso político y de la violencia política por motivos de género; incluir a los hombres en el empoderamiento de las mujeres en la política a todo nivel; crear un ambiente que permita presentar el tema del acoso político y de la violencia política en un debate público y parlamentario; incentivar políticas, proyectos de ley o reformas sobre acoso político o violencia política y, una vez establecidos, garantizar el cumplimiento por parte de las instituciones correspondientes; y, crear redes que promuevan la participación y el liderazgo político de las mujeres y la transversalización de género en las agendas públicas que habrán de trabajar, impulsar y traducir en hechos.