Un puñado de centenarios

Un puñado de centenarios

Margarita Lignan Camarena

“Al que me cuide cuando sea muy, pero muy viejita y muy latosa, le voy a dejar un puñadito de centenarios que tengo por ahí muy bien guardado, ya ni me acuerdo bien cuántos son, porque ni toco la cajita para que no me dé tentación y acabe yo vendiéndolos para pagar tanta deuda que tiene una; pero han de ser unos cuatro o cinco.

 

Esos me los heredó mi tía Jobita, porque yo fui la única de entre sus nietos y sobrinos que la cuidó bien y con mucho cariño hasta el final. Eso que cuando ya estaba muy viejita era re latosa, porque ya casi no escuchaba ni tampoco veía bien; confundía una cosa con otra, como aquella vez que se echó las gotas para los ojos en los oídos y las de las orejas en los ojos que porque el doctor así le dijo… Lo bueno que no se murió de eso, sino que un día ya no tuvo más años para gastar, se le acabó su saldo y simplemente se fue.”

 

Mi abue Esperanza nos repetía la historia de los centenarios cada cumpleaños, Navidad, Año Nuevo o cualquier otro huateque en que estuviera reunida la familia. A varios de nosotros nos hacía mucha ilusión la historia y ahí nos tienes de chiquillos buscando por la casa de la abuela dónde pudiera estar la dichosa cajita, y no sólo nosotros, sus nietos; sino también algunos de mis tíos como Efrén y Ricardo que le entraban a los brindis y las apuestas con singular entusiasmo.

 

“Eso sí, si alguien de corazón malvado quisiera revolver mis cosas para madrugarme, les digo de una vez que la cajita no está en esta casa, se la encargué a alguien de mi especial confianza.”

 

Pero no le creíamos, porque sus hermanos ya habían muerto y no tenía amigas, apostábamos a que los tenía en la casa bien escondidos y buscábamos algún momento de distracción familiar para echar un ojo, eso sí, sin revolver nada para que no se diera cuenta.

 

“Donde encuentre yo que han hurgado en mis cosas para buscar el puñadito, le diré a la persona encargada que, aunque me hayan cuidado, no se los dé.”

 

“¿Y que tal que esa persona de pura mala voluntad se los queda y no nos da nada y nosotros cambiando pañales?” se atrevió una vez a preguntar mi tío Ricardo con verdadera avaricia; pero mi abue, aunque se le cristalizaron los ojos, nomás le contestó: “Ah, tú ni te preocupes, seguro tú no vas a ser el que me va a cuidar porque pienso vivir cien años y tú de puras parrandas ya te andas acabando.”

 

Mi abue Esperanza no vivió los cien años que quería, vivió ochenta y seis, y los últimos dos estuvo muy, pero muy enferma, porque se le descompuso un riñón y había que estarla llevando a sus diálisis; se deprimió mucho y ya casi no caminaba ni hablaba. Yo la cuidé, no por el puñado de centenarios, sino porque en realidad la quise mucho. Cuando era niño ella se hacía cargo de mí cuando mi mamá se iba a trabajar, me llevaba al parque y siempre llevaba algo de dinerito para comprarme un helado o subirme a los carritos mecánicos. Sólo a ella le conté cuando en la primaria reprobé mate y me ayudó a falsificar la firma de mi mamá en la boleta, luego me puso a estudiar con ella para que el siguiente bimestre ya pasara y lo pasé con ocho. Cuando dejó de caminar, tuvo que usar pañal, y aunque una enfermera venía a cuidarla, si se ensuciaba, olía muy feo. Casi nadie quería acercársele, estar con ella o platicarle. “Ni escucha ya” decía mi primo Alberto.

 

Cuando murió, más tardó en que la despidiéramos que en lo que mis tíos y algunos de mis primos comenzaron a preguntar por los dichosos centenarios con el fin de repartírselos, ni del panteón habíamos salido. Entonces se nos acercó la señora Matilda, la de la recaudería donde siempre compraba mi abue, y cuando llegó hasta mí, me entregó una cajita de madera con un moño rojo. Todos me vieron con sorpresa, yo estaba absolutamente azorado. “Obvio nos los vamos a repartir”, dijo mi tío Efrén de inmediato. Cuando por fin la abrí, un puñado de deliciosos centenarios de chocolate me esperaba, mi sonrisa fue amplia; pero no tanto como el regocijo de mi corazón, que recordó todas las travesuras que de niño hice con mi abue.

 

Me conmovió cuando lo comprendí, ella tenía un gran miedo de ser abandonada en su vejez y tristemente sabía que, si existía la promesa de una recompensa, eso no le pasaría. Como te conté, al final de su vida ya mi abue no hablaba, aunque no pudo decírmelo, yo espero que se haya dado cuenta de que yo la cuidé con sincero cariño y agradecimiento por las incontables horas de su tiempo que, sin ningún interés, me regaló.


 

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En nuestro país, la Ley de los Derechos de las Personas Adultas Mayores protege a nuestros ancianos y sanciona a quien cometa contra ellos los siguientes actos de violencia:

 

  •   Maltrato físico. Acto no accidental que provoca daño corporal o deterioro físico.

 

  • Maltrato psicológico. Actos verbales o no verbales que generen angustia, desvalorización o sufrimiento.

 

  •   Abuso sexual. Cualquier contacto sexual no consentido.

 

  •  Abandono. Descuido u omisión en la realización de determinadas atenciones o desamparo de una persona que depende de otra por la cual se tiene alguna obligación legal o moral. Es una de las formas más extremas del maltrato y puede ser intencionada o no.

 

  •   Explotación financiera. Uso ilegal de los fondos, la propiedad o los recursos de la persona adulta mayor.

 

  •  Maltrato estructural. Se manifiesta en la falta de políticas sociales y de salud adecuadas, la inexistencia, el mal ejercicio y el incumplimiento de las leyes; la presencia de normas sociales, comunitarias y culturales que desvalorizan la imagen de la persona mayor y que resultan en su perjuicio y se expresan socialmente como discriminación, marginalidad y exclusión social.

 

Fuente: https://www.gob.mx/inapam/articulos/el-maltrato-en-la-vejez

 

Si eres testigo de alguno de estos casos de violencia, puedes acudir al Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores (INAPAM) en busca de asesoría.