Margarita Lignan Camarena
“¡Ay Diosito, qué dirán de mí cuando me haya ido!”
Así decía mi apá cada que íbamos a recogerlo a la cantina, claro, a él le parecían anécdotas muy simpáticas, como de gran aventurero, incluso he llegado a pensar que se creía protagonista de corrido mexicano; pero para nosotros, su familia, la historia fue distinta.
Desde chiquito él aprendió a tomar con mi abuelo que “porque así le enseñaron a ser hombre”. Contaba que su primera borrachera “en serio”, se la puso por una pena de amor cuando la Toñita, una chica de su secundaria, no quiso andar con él y se hizo novia de su mejor amigo, y de ahí para el real, cada que a mi apá le dolía el alma o las rodillas, la espalda y hasta el estómago, se echaba su mezcal, porque como dice el dicho: “para todo mal…”
Lo malo fue que nosotros no disfrutábamos tanto sus aventuras de borracho legendario, varias veces hubo que rescatarlo de mitotes que se armaron en la cantina y de los que salía muy golpeado, cuando según sus palabras: “no supe ni cómo, pero se me apareció el diablo, ha de haber estado rancia esa botella”. Y no, no era un problema de fecha de caducidad ni de calidad, sino de cantidad, pero como entre confesión y confesión con sus compañeros de parranda, no contaba las copas, pues se le pasaban. Y es que mi apá prefería marearse las penas con alcohol antes que hacerle frente a lo que le dolía, como la muerte de mi hermano mayor en un accidente en carretera cuando era transportista.
Y luego aquella vez, cuando ya estábamos en la prepa y mi mamá decidió irse a casa de mis abuelos porque estaba harta de años de aguantar a mi papá, y de limpiar pisos y baños de tantas cosas que supuestamente a él “le habían caído mal”; la extrañó tanto que una semana entera no paró en ningún momento de tomar, se la fue llevando entre cervecitas y otras cosas, hasta que tuvimos que llevarlo al hospital de zona por una congestión. Cuando el médico nos dijo “tienen que convencer a su papá de que deje de tomar así”, yo me sentí muy avergonzado, pero también enojado, porque si bien ni mis hermanos ni yo, ni nadie podíamos convencer a ese hombre tan necio de que dejara sus vicios, a mí sí me daba coraje tener que andarlo llevando, trayendo y rescatando de todos lados como si su alcoholismo fuera mi problema y no el suyo.
Además, estaba la historia de la famosa “cruz”, que no era otra más que su cruda, durante la que quería que todo el mundo lo consintiera, lo atendiera y hasta le preparara “un caldito bien picoso”, argumentando que se sentía “enfermo”, cuando él solito se puso a intoxicarse y nosotros se la teníamos que “curar”.
Algunos de mis hermanos agarraron el camino de la bebida igual, pero yo no te tomo ni un trago, yo no quiero que mis hijos me recuerden como yo a él, y me ha costado mucho trabajo esto de enfrentar los momentos difíciles con toda sobriedad, asumiendo lo que me duele, lo que me enoja o lo que me parece injusto.
Preferí escoger el camino del deporte para no irme con la inercia familiar, me gusta correr, soy maratonista y eso me ha dado mucho, necesito estar comunicado con mi cuerpo, atender sus necesidades, mantenerlo sano; detectar cuándo tengo una enfermedad real para ir al médico y darme cuenta, con consciencia, de cuándo se trata más bien de un problema emocional para “tomarlo por los cuernos” y afrontarlo.
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Al parecer, según las enseñanzas de mi abuelo y de mi apá los hombres somos débiles y no podemos enfrentar ni dolores físicos ni penas, por eso ellos se emborrachaban, aunque nunca lo aceptaron; les gustaba, como te digo, pensar que eran muy simpáticos y hasta admirados; pero la verdad, es que ambos fueron una verdadera carga, eso es lo que puedo decir ahora que se han ido.
Yo no sé qué dirán de mí cuando me haya ido, pero hoy que soy padre de dos hijos varones a los que me importa enseñarles que tanto hombre como mujeres experimentamos en la vida distintas vivencias y emociones, unas buenas y otras malas; pero todo suma, por lo tanto, no vale la pena estar buscando con qué escapar.