Por: Margarita Lignan Camarena
Al bisabuelo Javier le encantaba contarnos historias de la Revolución y de “la bola”, de hecho, al final de su vida ya sólo hablaba de eso una y otra vez, acompañado de “El negro”, su querido perro, y nos pedía sus dos tacos de aguacate y su tequilita para contarla; hacía mucho que ya no comía carne, ya ni dientes tenía.
Sobre todo le gustaba la historia de la huida en tren: “Andábamos en la bola porque era la única forma de salir del hambre, la bola nos envalentonaba, nomás los oíamos venir y todos salíamos, aunque fuera con palos y un saco de piedras para apoyar a los rebeldes y tirar al gobierno de Porfirio que nos tenía todos pobres y jodidos. Y un día, así venía la bola y tu bisabuelita Marce y yo nos fuimos a seguirlos, ah porque ella era Adelita también.
Nos trepamos al tren que iba para San Luis, más bien lo tomamos pues, o sea, nos subimos a la mala, porque como éramos bola nos tenían miedo; pero más miedo le teníamos nosotros a los villistas, esos sí eran tremendos, unos salvajes pues, entraban a las haciendas, robaban todo, hasta mujeres.
Total, íbamos en el tren y que empiezan a gritar `ahí viene Villa, ahí viene Villa´; miren nomás, de acordarme todavía se me enchina el cuero; total, que echo el brinco pa bajo porque también ellos venían por el tren y que le grito a mi Marce `¡Bájate prieta, pega el brinco!´, pero ya el tren iba medio encarrerado y pos le daba miedo, y yo grité más juerte `¡Que te bajes prieta!´ , y por fin, que pega el brinco; pero revolcadota que se dio, y nomás decía `me lleva el tren, me lleva´, jajaja; pobre de mi Marce creía que el tren la estaba arrastrando pero no, ya se había bajado.
Ya pa no hacerles el cuento largo les digo que los que salimos vivos de esa arrastrada le parecimos valientes a un general carrancista, sobre todo porque él pensó que no nos queríamos ir con Villa, no que andábamos juyendo, jajaja; pero bueno, la cosa es que fue ahí, en ese ejército, que me hicieron sargento de las fuerzas carrancistas y aquí está mi trofeo”.
Muy orgulloso y justo al final de su relato revolucionario, exhibía siempre su rifle, que él decía que era un Máuser, pero en realidad era un simple Mendoza, con toda la parentela y vecinos reunidos, y por su puesto sentado muy atento en primera fila “El Negro”.
Cuidaba tanto su arma que aún servía, y él veía cómo, pero le conseguía municiones. Se ponía de pie con sus muchos años y sus pocas fuerzas, para mostrarnos sus artes de sargento; eso sí, le quitaba el seguro al arma de espaldas, según él para que nunca supiéramos cómo y no lo viéramos; pero luego, ya listo, le tiraba a algo, a una rata, a una piedra, a un pájaro; a mí nunca me gustó que anduviera disparando, pero a él le daba mucho orgullo y para calmar a mi abuela, su hija, decía: “A ver, a ver, no va a pasar nada, ya saben los chamacos que nomás yo puedo quitarle el seguro porque soy sargento y ellos son puro soldado raso; además nadie sabe dónde lo guardo, nomás lo sabemos “El Negro” y yo, ése es nuestro secreto”.
Y así en cada fiesta del pueblo y en cada cumpleaños; nuca faltaron ni el relato ni el disparo, y al final de su numerito de sargento, guardaba su dizque “Máuser” en su lugar secreto, es decir en el fondo del ropero, donde todos siempre supimos que estaba.
Mi abuela y mi madre trataron de convencerlo muchas veces de que guardar esa arma en casa era una insensatez, pero él quería tanto a su rifle que usaba como argumento que un día, si se volvían a poner feas las cosas, serviría “para defendernos”.
Ninguno salimos revolucionarios como él, excepto mi primo Mauro, el más chico, que siempre marchaba frente a don Javier muy derechito y le pedía al bisabuelo que lo ayudara a cortar pedazos de lata con su navaja, según él para ponérselas de insignias . Un día, cuando Mauro tenía 7 años y yo como 11, necio cual era, me convenció de que nos metiéramos al cuarto del bisabuelo a sacar el rifle; yo tenía mucho miedo, pero sobre todo porque sabía que lo valiente nos lo iba a quitar mi abuela a cuerazos. Mauro me pidió que nomás le echara aguas, ya que yo no quería participar en nada más arriesgado; él decía que sólo quería ver el arma de cerquita y la verdad yo quería sostenerla entre mis manos, aunque fuera por un momento.
Pues entre “trae pa acá, déjame verlo primero y tú ya lo viste dos veces”, que se nos sale un tiro que fue a dar a la ventana; entre el cristalazo, el disparo, el olor a pólvora y nosotros en el suelo por la fuerza del regreso, que entran mi mamá y mi abuela en una revoltura de gritos y regaños.
“Jesús, María y José, pero qué están haciendo, se lo dije mil veces a ese viejo necio, hay que ponerle un hasta aquí a esto, mira nada más la ventana cochinos chamacos”.
Ya mi abuela iba a la terraza con el bisabuelo a decirle “te lo dije mil veces” y a hacer del rifle leño, cuando lo encontraron en un mar de llanto que a mí me dolió tanto porque por primera vez vi al sargento llorar; estaba agachado junto a su perro “El Negro” que se retorcía entre un charco de sangre y los últimos espasmos, casi sin gemidos, como un héroe de guerra.
La campaña federal de canje de armas Sí al desarme, sí a la paz busca contribuir generando conciencia en la población acerca de los riesgos de contar con armas de fuego y municiones en los hogares; el programa consiste en intercambiar armas de fuego que recolecta la Sedena en módulos, por dinero o despensas.
Cada año en México más de 400 niños menores de 18 años mueren en suicidios, homicidios y accidentes por armas de fuego en los hogares, de acuerdo con cifras de Save Children y de la International Action Network.
Dentro de la “Campaña de Canje de Armas de Fuego” realizada del 1 de diciembre de 2018 al 31 de julio de 2019, se recibieron un total de 4 mil 367 armas; 934 mil 443 municiones y 480 granadas.