Margarita Lignan Camarena
Desde el día en que nació, Natalia fue la niña de papá, pues después de tres hijos varones, su hija menor se convirtió en su joya más preciada, siempre la consideró no solo bonita, sino pequeña y frágil; así que decidió que su tarea, como padre, sería resolverle y ajustarle el mundo, convertirlo para ella en una hermosa y blanca nube, para que le quedara lo más cómodo que se pudiera.
Ernesto buscó “protegerla” muy a su manera, por ejemplo, de la inseguridad de las calles, por lo que Natalia casi no salía y mucho menos sola; cuando creció, también quiso protegerla de los abusos laborales, así que le pagó una carrera técnica sencilla y cuando terminó, le consiguió trabajo en el negocio de uno de sus hermanos “aunque sea con un sueldo chiquito, al fin va a acabar casándose”. Por supuesto, también buscó protegerla de las desavenencias del amor y de lo que él mismo consideraba “la inmadurez masculina”, llegada la edad, la presentó con algunos hijos de sus amigos más cercanos, que le parecieron muchachos serios y confiables.
Por su lado, Sol, la mamá de Natalia, no es que estuviera en desacuerdo con que Ernesto la cuidara tanto, sino que, siendo también mujer, la consideraba mucho menos inocente de lo que creía su marido, y tomó sus propias medidas protectoras, como no permitirle que anduviera de novio en novio, ni mucho menos que los invitara a pasar a la casa, si no era el definitivo.
Natalia no lo confesaba, pero siempre se sintió insegura de todas sus decisiones, a cada paso que daba, casi podía jurar que se iba a equivocar y siempre la abrumó un miedo enorme de que sus padres llegaran a faltarle, sentía que sin ellos, no podría enfrentar al mundo.
Finalmente se casó con quienes sus padres aprobaron, ella confiaba en que Arturo sería un buen marido porque siempre se mostró muy amable y educado. Tuvieron dos hijos, que aunque le dieron a Natalia muchas alegrías, también la llenaron de aprehensión y temor, pues cuando se enfermaban, se accidentaban o no obedecían, se sentía sobrepasada.
Con el tiempo, su marido resultó ser mucho más sociable que ella, iba de evento en evento promoviendo sus negocios y Natalia, aunque siempre lo acompañaba, se sentía tan insegura de su apariencia o de no saber decir lo correcto, que poco a poco prefirió quedarse en casa; además, ante la tensión que le representaba vivir su vida, comenzó a tener terribles dolores de cabeza que con nada se le quitaban.
La vida narrada desde su voz era un drama continuo, lleno de adversidades “que sólo a ella le pasaban” e imposibles de afrontar. Comenzó a sedarse con pastillas para dormir, que el médico de la familia le facilitó, a fin de sentirse más calmada.
Ernesto y Sol, acompañándose como siempre, murieron con tres meses de diferencia; Natalia sintió que sin su cercanía y consejo, no podría vivir y cayó en una profunda depresión que la mantenía dormida la mayor parte del día, hasta que concluyó que no estaba en capacidad de continuar con el cuidado de sus hijos, así que los llevó a vivir con su prima Matilde.
Arturo, su esposo, harto de lo que él consideraba “tanto drama”, decidió marcharse a otra ciudad con una joven cantante de jazz que conoció en sus noches “de soledad y desvelo”; desde su punto de vista, con pasar la manutención de sus hijos a Matilde, quien los mantendría en contacto con Natalia y verlos de vez en cuando, estaría bien, por lo que decidió hacer “borrón y cuenta nueva” y reiniciar su vida “desde cero”.
Con la partida de Arturo, Natalia añadió inmerecidas e inevitables desgracias a su narrativa; pastilla tras pastilla esperaba que los demás la atendieran, la salvaran, pues decía: “nadie como yo ha tenido tanto sufrimiento”.
También puedes leer: Error de cálculo
Al parecer a sus padres, principalmente a Ernesto, se les pasó un importante detalle: sin enseñar a su hija a enfrentar la vida y a sí misma, no sería posible protegerla, pues todos necesitamos ajustarnos, aceptar, cambiar, aprender, fortalecernos.
Una tarde, mientras dormía teniendo como fondo el sonido de la lluvia, entre el sueño y el delirio, vio a sus padres que la llamaban, invitándola a despedirse de un mundo en el que al parecer, todos la habían abandonado. El sonido del trueno la despertó, desesperada por volver a verlos, tomó un puñado de pastillas para continuar soñando, diciéndose a sí misma que ella no le faltaba a nadie, que no tenía la fortaleza de manejar su realidad y que en el fondo no era más que la niña de su padre.