Aquí hacen falta cambios

Margarita Lignan Camarena

Siempre vi a mi papá como a un súper héroe, desde que me rescataba en la resbaladilla cuando estaba a punto de salir volando, hasta cuando pagaba un viaje en avión con comida y diversiones para todos.

 

Cuando era niña lo veía hablar con autoridad a sus empleados, quienes siempre le respondían respetuosamente y me gustaba que tanta gente lo buscara para pedirle su opinión o su consejo.

 

Al llegar a la adolescencia, él siguió siendo para mí el más guapo, quien comenzó a caerme medio mal era mi mamá porque me parecía que se portaba de manera caprichosa y peleaba con él por nada; vaya, sé que él tiene su carácter, pero tan fácil que resulta darle por su lado y decirle que sí, total, nos consiente muchísimo y siempre procura nuestro bienestar.

 

Por supuesto que me costó trabajo tener novio, pues yo quería uno del que se enorgulleciera mi papá y aunque alguno llegó a gustarme muchísimo, definitivamente no, no era como él.

 

Cuando a media universidad mi papá me dio la oportunidad de trabajar a su lado, me sentí en el cielo, aprendería de un grande para llegar a ser tan buena como él; sin embargo y para no hacerte el cuento largo, te diré que justo en la empresa fui conociendo el “lado B” de mi adorado papá y eso no me gustó tanto. Me fui dando cuenta por ejemplo que sus empleados más que respeto sentían miedo, sí, a perder sus trabajos y por eso habían aceptado muchas condiciones desfavorables para ellos en las que tristemente, se habían cimentado mis ventajas; se les pagaba muy poco, no tenían prestaciones e incluso en caso de accidente, debían cubrir los gastos por su cuenta, lo cual se me hizo profundamente injusto y triste.

 

Al principio creí que todo era “error”, “desorden” o incluso una mala estrategia de alguien más como su contador; pero poco a poco me fui dando cuenta de que él estaba más que enterado y que a eso le llamaba “estrategias comerciales”.

 

Luego me di cuenta de que mucha de la gente que lo visitaba no iba por un consejo, como yo suponía, sino para cobrarle cosas que él justificaba con una u otra razón para no pagar o hacer el pago incompleto, que los papeles de la empresa tampoco estaban en orden y que en realidad lo que quería era que yo aprendiera cómo se manejaba él para asegurarse de tener a alguien de confianza que lo cubriera.

 

La peor parte fue cuando descubrí por qué estaba tan enojada mi mamá, pues la trataba como a una niña, le ponía mil candados a sus cuentas y ella tenía que justificar cada uno de sus gastos para que él le liberara un poco de efectivo, ella tenía todo… lo que él quisiera darle, no lo que ella necesitara disponer.

 

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El día que me pidió que me quedara con la subdirección de la empresa, le pedí reunirnos en privado, “aquí hacen falta cambios” le dije con firmeza, “no se puede llamar estrategia comercial a lo que es un abuso”. Le hablé de que la empresa podría crecer mucho más si regularizábamos todo y de que, aunque estaba consciente de que eso implicaría reducir los beneficios económicos familiares, nos redundaría en tranquilidad porque ya había demasiada gente inconforme a nuestro alrededor. También quise hacerle ver que una esposa no es una hija y que controlar el dinero de otro adulto es una forma de violencia.

 

No resultó tan bien, nuestro idilio terminó, mi padre no me habla desde entonces, es más, se divorció de mi madre. Entre ella y yo pusimos una microempresa sustentable y con responsabilidad social, porque ¿sabes? En este mundo hacen falta cambios y me siento muy contenta de estar en las filas de aquellos que los van a impulsar.