Demasiado azul

Demasiado azul

Margarita Lignan Camarena

Las horas del insomnio no se pueden contar, son silenciosas, obscuras. Yo sabía que Milena casi no dormía porque de día siempre estaba de mal humor, notoriamente cansada, pero exigiéndose no sé qué, porque nada concretaba, iba de aquí para allá merodeando por la casa, sin terminar de lavar los trastes, ni acabar la tarea. A toda hora recorría la pantalla de su celular, sin llamar ni chatear con alguien, dando vueltas una y otra vez a publicaciones que ya había visto, como buscando desesperadamente algo o a alguien… ¿A quién estaría buscando mi hija?

 

Sé que todos los adolescentes son a veces taciturnos, yo misma lo era; en ocasiones estaba puestísima para la fiesta y otras no, pero lo de Milena es distinto. Cuando era muy pequeña e iba al jardín de niños, me decía que prefería ser amiga de los chicos, pues las otras niñas le daban miedo. Fue en la secundaria que comprendí que Milena más bien se daba miedo a sí misma, ya no podía esconderlo, le gustan las chicas; así es, he tenido que trabajar conmigo misma y aceptar que mi hija es lesbiana y su adolescencia, por tanto, ha sido un poco más difícil que la de las hijas de mis amigas, o al menos eso me parece; en realidad una nunca sabe lo que se vive tras la puerta ajena.

 

Milena ha cambiado no sé cuántas veces sus redes sociales, porque no se siente libre de publicar fotos vestida como le gusta, sus ideas, lo que siente; ella misma dice que “qué tal que se entera un maestro, su tía, los vecinos o si su primo les dice a los abuelos”. Yo pienso que no tiene por qué esconderse, que está bien como es: generosa, inteligente, creativa, muy, muy acomedida, siempre anda encontrando a quien ayudar; sin embargo, ella no se siente cómoda traduciéndose, dando explicaciones sobre sí misma que justifiquen por qué es la que es.

 

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Tampoco le ha sido fácil encontrar una novia, me conmueve inmensamente cuando a sus 17 años me pregunta si creo que sea posible que se quede sola para siempre. Sale poco, pero cuando lo hace, la veo irse temerosa, aunque llena de expectativas, y luego regresa triste de no haber encontrado a quien su corazón busca, o porque le dijeron cosas que ofendieron su sexualidad o porque alguien se le quedó observando como si fuera un bicho raro. Sé que, en esa etapa de la vida, comienza a construir su propio mundo. Yo le digo que las cosas llegan solas y a su tiempo, que también puede estar muy contenta consigo misma haciendo las cosas que le gustan; pero claro, yo tengo 45 y a esta edad la vida no se siente con la urgencia de los 17.

 

A veces Milena habla incluso de morir, de que hubiera preferido ser otra, “menos rara”. Un día me dijo que “si le pasaba algo”, su amiga Lucy tenía una carta importante a resguardo; me asusté. Sé que es de lo más humano pensar en la posibilidad de quitarnos la vida, que casi todos lo hemos considerado en algún momento, que a veces sólo son frases o incluso chantajes; pero sobre todo desde que inició la pandemia, he visto a mi hija demasiado azul, silenciosa, a ratos enojada casi hasta la rabia y otras veces pasa el día entero en pijama metida en su cama casi sin hacer sonidos; además descubrí en sus muñecas unas cortaditas que no ha sabido justificarme.

 

Como me preocupa, mejor me ocupo, investigué en internet y encontré que algunos signos a los que debo estar atenta, porque pueden llevarla de una depresión a conductas mucho más autoagresivas son:

 

  • Problemas para dormir o pasar mucho tiempo durmiendo

 

  • Alejarse de los demás o dejar de hacer lo que antes disfrutaba

 

  • Irritabilidad e intranquilidad.

 

  • Aumento o pérdida de peso significativos

 

  • Desinterés académico o social.

 

  • Aumento en el consumo de alcohol y/o drogas.

 

  • Repentino interés en actividades demasiado peligrosas, así como cortadas o quemaduras en su piel.

 

  • Hablar de que pronto dejará de ser un problema, regalar sus cosas o escribir cartas “de despedida.

 

A medida que el azul de la tristeza de mi hija se ha hecho más profundo, yo me he ido acercando, sin invadirla claro, ni aleccionarla, ni forzarla a estar animada; sino cariñosamente, con la intención de que sepa que mi amor es un manto al alcance de su mano para cuando necesite estrecharlo.