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Adiós tertulia

Margarita Lignan Camarena

“La tertulia”, así decidió Nidia llamar a su café, porque desde que era adolescente le gustaba leer, escribir, dibujar, conversar, y se imaginaba largas tardes de compartir ideas y anécdotas, como decían que hacían los escritores en París.

 

Tuvo que esperar para que su sueño tomara forma. Mientras estudiaba la universidad, trabajó en un pequeño café de su colonia para aprender, así descubrió que la lechuga para los sándwiches y ensaladas se pudre pronto, por lo que es importante calcular y no comprar de más; que hay que seleccionar a un solo proveedor de buen café porque en aroma y sabor no se debe economizar, y sobre todo aprendió que con los clientes hay que tener la paciencia del mismísimo Santo Job, pues hay quien quiere mucha espuma, poca espuma, café caliente, café ardiente, café tibio y hasta café casi tibio pero sin llegar a frío.

 

Cuando por fin se graduó, descubrió que sería muy difícil conseguir un primer crédito, y que solo su tío Miguelito, que no tuvo hijos, estaba dispuesto a prestarle, pero a cambio del 40 por cierto de la utilidad y de no involucrarse en nada; él solo quería “su dinerito”. Nidia aceptó y empezó con un cafecito mucho más pequeño que aquel donde trabajó, pero bellamente acogedor.

 

Tras los primeros aciertos y errores con proveedores y meseros que se iban a la semana porque no les podía pagar más, Nidia se sentía contenta, pues ya algunos clientes habían hecho de “La tertulia” su lugar favorito e iban no sólo por el buen café, sino en busca de las mejores empanadas de manzana que hacía Martita, una señora que se había quedado sin empleo y a cargo de su hijo Neto, quien tenía parálisis cerebral. También en su equipo estaba Paco, un joven estudiante de teatro que disfrutaba de trabajar como mesero a cambio de su modesto salario, algunas propinas y la oportunidad de conocer en clientes nuevos: gestos, frases y tonos de risa que le sirvieran para crear sus personajes.

 

“La tertulia” no sólo era un buen sitio para quienes ahí trabajaban, sino también para clientes como don Julián y el señor Arturo, que pasaban las tardes jugando dominó, aunque consumiendo un solo capuchino; también para Moni, quien pintaba pequeños cuadros con flores y distintos tipos de pájaros cantores que vendía por encargo o a los transeúntes que iban pasando, y para Sara que se escapaba cada tarde de su obscura oficina, para darse un respiro viendo la gente pasar y conversar un poco con otros parroquianos.

 

Pero alguien más vio a “La tertulia” con un filtro distinto; desde la sombra observaba a Nidia y se convenció de que aquella chica había tenido una vida fácil y de que seguro esa cafetería se la heredaron sin que hiciera el menor esfuerzo. Desde la clandestinidad nuca vio a Paco, ni a Moni, ni Martita; mucho menos a don Julián y al señor Arturo; su corto análisis le dijo que ese negocio tenía “varios empleados y un chorro de clientes”. Aquel observador sin nombre también tenía una historia, creció escuchando que robar es un oficio, que el dinero se gana como sea, que quienes viven en la sombra deben quitarles sus ganancias a quienes las construyen en la luz, porque han sido menos “privilegiados” y porque es de “inteligentes” y “valientes” empuñar un arma para conseguir lo que sea.

 

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Tras tres asaltos, “La tertulia” acabó, ya no hubo modo de recuperar el dinero, la confianza, la seguridad ni la calma.

 

Han pasado cinco años y el sueño de Nidia sigue latiendo en su pecho, se ha asesorada acerca de seguros, sistemas de alarma, locales en plazas comerciales y ha leído en internet recomendaciones de seguridad de otros dueños de cafeterías. Sabe que ella no puede cambiar la mirada de quien acecha en la sombra y que en vez de enfrentarlos necesita aprender a blindarse y proteger su negocio.

 

Falta todavía un poco, será más caro que la primera vez, pero está dispuesta a buscar hasta encontrar un buen socio, no como el tío Miguelito, sino alguien con disposición para compartir riesgos, pero a quien también le ilusionen las tardes de arte, libros y café.