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No te mandas sola

Margarita Lignan Camarena

 

Avelina a veces quiere extender sus propias alas y volar ahora que sus hijos ya son adultos, están haciendo sus propias vidas y ella tiene tiempo; quisiera darse tantas cosas que se debe a sí misma. Claro, la vida ha pasado, y como dicen, no es lo mismo “los tres mosqueteros que veinte años después”; pero aun así, lleva dentro del corazón sueños irrenunciables que se han convertido en una voz que la llama cada vez con más fuerza.

 

Hace tiempo, descubrió cerca del jardín de su casa un club de talleres para personas de la tercera edad, pero dudó en inscribirse, pues hace tanto que no socializa con personas nuevas que, de sólo pensarlo, se conecta con aquel sentimiento de su primer día de escuela, cuando trataba de adivinar si sus compañeros serían hostiles o no, si le gustarían y si ella a su vez, les caería bien. También ha pensado por supuesto en “el qué dirán” sus familiares, sus vecinos y hasta sus propios hijos, de este renovado brío por estudiar, que según ella misma “a su edad” pudiera verse un poco extravagante.

 

Entre tanto sopesarlo se le atravesó la pandemia, este extraño tiempo fuera del tiempo que nos ha recordado lo vulnerables que somos, pero también nuestra fortaleza y resiliencia; así que ahora, que de tanto hablar con sus nietos y con su hermana por video llamada, ya aprendió a hacerlo, se siente motivada para empezar. Buscó en internet el menú de cursos y el que más le gustó fue el de francés; siempre le pareció un idioma muy bonito, seductor y elegante. Se ha imaginado leyendo en voz alta poesía de Mallarmé, escuchando a Gérard Depardeu en el Cyrano de Bergerac sin subtítulos y más aún, pidiendo con sus propias palabras un café crème y un pain u chocolat en el “Café de la Rotonde”.

 

Los cursos no son caros y ella tiene sus ahorritos, tampoco le parece que el horario sea una dificultad, pues hay un turno en las mañanas, cuando su esposo está atendiendo el negocio; sin embargo, al parecer hay algo que no contempló.

 

  • Bueno mujer ¿y qué tú te mandas sola?, ¿cómo es eso de que ya tomas tus propias decisiones?
  • Oye Samuel, ¿qué tiene de malo?, además no te estoy pidiendo nada, lo voy a pagar yo.
  • ¿Lo vas a pagar?, ¿con cuál dinero si tú no tienes?
  • Bueno, he ahorrado un poquito y…
  • De los cambios que te quedas seguramente, porque en esta casa el dinero lo hago yo, así que el dinero es mío.

 

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Ante esta frase Avelina quiere salir corriendo, dejar a aquel hombre que durante tantos años la ha humillado repitiéndole que ella no es nadie y que todo se lo debe; pero no quiere dejar su vida, su casa, sus plantas, su perro, la mesita de café que pintó a mano, sus recuerdos, ni las fotos pegadas en las paredes que dan testimonio de su vida. Siente que tiene derecho a quedarse, que no es ella quien debería irse.

 

  • ¿Y quién me va a atender?, ¿has pensado en eso?
  • ¡Por favor Samuel, no eres un niño!, comida caliente y casa limpia siempre tienes, no comprendo por qué yo no puedo tener algo para mí. Estoy cansada de que me digas que el dinero no es mío, después de tantos años, con todo lo que he trabajado en esta casa, con lo que te he apoyado siempre.
  • Claro, ahora que ya no están los muchachos te sientes muy libre, muy dueña de tu vida; pero fíjate que no es así, nada más eso nos faltaba.

 

Muy libre y muy dueña de su vida”, justo de eso se había dado cuenta Avelina, de que de su propia vida y de sus propios sueños, no se había encargado tanto como de cuidar a los otros. Fue a raíz de la pandemia que comenzó a pensar que en caso de que ya le tocara irse de este mundo, le gustaría hacer un recuento de todo lo que había disfrutado, de los lugares que había conocido, de los grandes momentos con sus mejores amigos y de las metas que había alcanzado.

Así que decidió que estaba en el momento preciso para convertirse en una rebelde y desobedecer al mal genio de su marido, desobedecer a la inseguridad que la hacía preocuparse del “qué dirán”, desobedecer a las voces de todos los ancestros que trataron de transmitirle “cómo ser una buena esposa”, de desobedecer incluso a esa voz interna que tantas veces la hizo descalificarse y renunciar a lo que anhelaba.

Avelina, sin alegar mucho más, fue hasta su recámara, se colocó frente al espejo, irguió la espalda, se regaló una espléndida sonrisa, levantó la mirada y extendió los brazos, pero no desde los hombros, sino desde las escápulas, en el centro de la espalda y satisfecha, se regodeó al contemplar la inmensa envergadura de sus alas.