Mi hermoso sitio

Margarita Lignan Camarena

El confinamiento me ha llevado a buscar mi lugar en el mundo, como si nunca antes hubiera pensado en ello, había estado dando por hecho que mi sitio era la oficina, ese lugar que alguien más se encarga de que esté limpio y ordenado, situado en un edificio bonito que me hacía creer que mi vida era así, con ciertos lujos, con un espacio de jardín y una fuente, con un pequeño café abajo.

 

Luego llegaba al desorden de mi casa, pequeña y ruidosa, no tan cómoda, con bastante trabajo por hacer, al departamento que en realidad alcanzo a pagar con mi sueldo, que, aunque lo he decorado lo mejor que puedo, de hecho, con bastante cariño, es un poco húmedo y oscuro; pero qué importaba si al final pasaba la mayor parte del día fuera.

 

Los fines de semana me apuraba a levantar para ir a dar una vuelta cerca o lejos; me encantaría ser de esas personas que viajan y viajan, pero más bien soy de las que trabajan mucho y ganan poco, así que siempre hago lo mejor que puedo para pasarla bien, ése es mi lema.

 

Todo cambió con la pandemia, primero pensé que sería una fiesta quedarme encerrada en pijama todo el día; después, cuando el trabajo se intensificó, mi pequeño departamento me pareció el peor de los encierros, literalmente casi sentía claustrofobia, pateaba todo cuanto encontraba a mi paso, le gritaba a todo y a todos; me hacía sentir súper de malas que no cupiera la taza de café junto a mi computadora en mi mini escritorio lleno de libros, eso me estresaba tanto que hasta mi pobre perro acababa todo regañado si se le ocurría ladrar y ser perro cuando yo estaba en junta.

 

Tuve que hacer varios cambios, de entrada, comprarme una silla de oficina porque ya no aguantaba el dolor de espalda, al principio, ni creas que me alegré; me chocaba verla en el espacio de mi casa, sentía que invadía “mi privacidad”, sin embargo, descubrí que mi columna necesitaba buen respaldo y no caminar en chanclas todo el día.

 

Después, y en vista de que no podía salir a ningún lado, me puse a tirar primero tiliches, ya sabes, cosas inservibles que una acumula, pero después descubrí que acumulo de todo: zapatos, bolsas, macetas, revistas, botellas de licores que nunca beberé, incluso libros, ¡sí libros!, mi gran egoteca, yo necesitaba espacio, dinero adicional para los arreglos y consideré que otras mentes y ojos tenían derecho a leerlos; así que los rematé, lo cual representó un golpe enorme a mi apego y a mi ego, pero el espacio que ocupaban se llenó con luz y pequeñas plantas que me hicieron sentir mejor.

 

También puedes leer: Huir de mí

 

También descubrí que es cierto ese dicho tan popular: “muévete, no eres un árbol”, en la oficina no podía hacerlo, pero en la casa sí; hay días que trabajo en el comedor, otros en la recámara, otros incluso en mi diminuto balcón, lo que me ha llevado a explorarme a mí misma, a saber, que no todos los días estoy para lo mismo; incluso hago cortes para hacer un poco de ejercicio o incluso salir a caminar y eso me baja la irritabilidad con los demás.

 

Como todos, lo que más extraño es el contacto con la gente, sé que a muchos no les interesa y se arriesgan ya a salir, incrementando los contagios, pero yo sigo cuidándome. Ha sido todo un desafío aprender a estar tanto tiempo sin mis amigos, a no necesitar el continuo movimiento, la exposición, el ser vista, la competencia; incluso la neurosis para sentirme viva, en acción.

 

Esta pandemia me ha enseñado a necesitar menos y a disfrutar más, a descubrir posibilidades en vez de obstáculos; pero, sobre todo, he aprendido que el más hermoso de los sitios es en donde yo puedo aquietarme, para no llevar a mi mente y a mi cuerpo a los extremos de la ansiedad, para no desesperarme y acabar violentándome contra mí o contra otros.