Un consejito

Margarita Lignan Camarena

Recuerdo aquella vez, estábamos en casa de mi tía Laurita, la que vivía en Cocoyoc, nos fuimos a pasar el fin de semana; estuvimos tan a gusto, que mi tía empezó a escombrar closet y cajones, según para que la ayudáramos, y nos pareció tan entretenido, que comenzamos a probarnos viejos sombreros de los abuelos, prendedores, bastones y estolas. Las antiguas prendas elegantes, hoy eran ingeniosos disfraces; y ya que estábamos en eso, yo me probé unas blusas que me parecieron muy bonitas, especialmente me gustó una de rayas blanco y negro que inmediatamente me probé y fui a observar frente al espejo. — Te voy a dar un consejito — Me dijo mi tía. — Nunca uses rayas horizontales, porque como eres tan llenita, esas líneas te hacen embarnecer mucho más.

 

Aquel consejito me llegó como un latigazo, rompió la armonía de la tarde, no quise jugar más, pero no dije nada porque eso de ser “muy sentida como jarrito de Tlaquepaque”, seguro también sería motivo de burlas. No sé cómo decirte, pero ese cruel consejito se quedó guardado en mí como un detonador.

 

Una vez mi primo Paco, varios años menor que yo vino a quedarse con nosotros unos días porque nació su hermanito, yo tendría unos doce años, era casi adolescente. Cuando Paco se ponía nervioso, tartamudeaba muchísimo, y vaya que esos días estaba nervioso. Creo que me puso celosa tanta atención que estaba recibiendo; así que cansada de que le tuvieran tanta paciencia y consideraciones, en un momento en que nos quedamos a solas, simplemente le dije —Mira Paco, te voy a dar un consejito: habla más despacio o haz ejercicios de dicción con un lápiz, porque la verdad es que ni quien te entienda lo que dices. — No dijo nada, pero yo estaba consciente de que lo hice sentir mal.

 

Y bueno, para no hacerte el cuento largo, ese recurso del “consejito” se me quedó pegado; cada que alguien me hacía enojar o si me sentía agredida, de regreso yo le recetaba un “consejito” que diera justo en el blanco, donde más le doliera; buscaba según yo que llegara como no queriendo la cosa, como una flecha lanzada al azar, como dicen “te lo digo a ti mi Juan, para que lo entiendas tú mi Pedro”:

 

Ya en la vida adulta, si tomaba un curso o una capacitación, me encantaba sobresalir y quedar bien con mis maestros, si algún compañero opinaba, yo acallaba su comentario con el mío. Mi ego se alimentó como un monstruo, me justificaba diciendo “a mí que ni me pregunten porque yo sí soy muy franca, y sí me buscan les digo las cosas como son, en su cara”; y la verdad es que se las decía, aunque no me preguntaran. Convencida de ser y saber más que los demás, de tener siempre la razón y sobre todas las cosas, de haber aprendido a usar como arma poderosa la palabra, no había quien me parara.

 

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Pero un día algo cambió, resultó que alguien todo el tiempo me había estado observando, mi pequeña hija, Vero, ahora adolescente, peleaba conmigo justo esgrimiendo las mismas frases que yo siempre usaba; fue hasta entonces que me percaté del filo de mis palabras. Cuando vi la rabia en sus ojos, disfrazando las agresiones de “franqueza”, supe que yo tenía que parar.

 

Hoy junto con mi hija, asisto a un taller de comunicación asertiva y resolución no violenta de conflictos, porque quiero frenar eso que se me convirtió en inercia, pero no en una forma de ser. El estar permanentemente enojada y buscando revancha genera una sensación de vacío enorme, no es una buena forma de vida, mucho menos algo que quiera para mi hija. Hoy sé que continuamente puedo construirme y modificarme, cambiarme cuantas veces sea necesario para sentirme realmente contenta y orgullosa de mí misma.