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Igualito a tu padre

Margarita Lignan Camarena

Me miro en el espejo atentamente y no sé lo que veo, porque no conozco al hombre a quien dicen que me parezco. Cuando mi padre desapareció, mi madre trató de borrar toda la evidencia de su paso por la familia; sólo quedaron algunas fotos perdidas en cajones, tan planas como mis recuerdos… Sí, ahí estaba él, parado junto a mí, muy serios los dos frente a una resbaladilla en algún jardín; yo habré tenido unos dos años.

 

Recuerdo lo que me dicen de él, me lo sé como una historia leída muchas veces; pero no como algo guardado en la experiencia, no tengo memoria de mis sentimientos en esas fotos, del clima, de los aromas, de los sonidos.

 

Hoy que tengo 35, reconozco en la imagen de ese hombre una nariz bastante similar a la mía, el cabello… no lo sé, yo ya casi no tengo y se ve que él si tenía; no nos parecemos tanto en los labios exactamente, sino el gesto de la boca, en la mueca como de media sonrisa.

 

Fui un niño muy travieso, bueno, más bien diría “rebeldón” ja ja ja. Nunca me gustó la escuela, la forma en que daban las clases me parecía aburrida, yo soy más de experimentar en carne propia que de sentarme a memorizar y a escribir respuestas precisas; pero algunas maestras consideraron que yo no aprendería nunca, que sería inútil para valerme por mí mismo y que incluso podría acabar en delincuente por no resignarme a seguir instrucciones, ¡vaya cosas que se les ocurrían!

 

Mi mamá se llenaba de miedo y, hay que decirlo claramente, de rabia, ante tantos reclamos escolares que la hacían sentir calificada como una “mala madre”. – ¡Es que eres un irresponsable, igualito a tu padre, pues de qué otro modo ibas a salir!

 

Cuando tenía unos 10 años la pereza por bañarme se apoderó de mí de tal manera que se hizo extensiva, tampoco me cepillaba los dientes ni levantaba mi cuarto; pero eso sí, me volví muy ingenioso (según yo) para evadir todos mis deberes. Me mojaba sólo la cabeza y me rociaba de aromatizante para aparentar que me había bañado y si mi mamá tocaba a la puerta, rápidamente echaba todo mi reguero debajo de la cama según yo para desaparecerlo; pero ella ya se la sabía. –– ¡Eres un mentiroso igual que tu padre!, ¡nunca nadie va a confiar en ti!

 

Por supuesto que al llegar la adolescencia las cosas se pusieron aún más rudas, tuve algunas novias, todas a escondidas porque ya estaba harto de las opiniones de mi mamá, pero desde luego que también se dio cuenta. – ¡Vas de chica en chica, nomás haciéndoles perder su tiempo!, ¡segurito que nomás las dejas vestidas y alborotadas!… ¡Igualito a tu padre caray!

 

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Por las frases, sé que lo que más le dolió a mi madre fue la infidelidad, que él no le diera el reconocimiento que siempre esperó; eran tanta su rabia y su dolor, que nunca alcanzó a ver que yo también lo había perdido, que a mí también me había dejado y que yo, “tan parecido a él”, nunca podría darle todo lo que le estaba faltando.

 

No sé quién es ese hombre al que supuestamente me parezco, a veces, cuando cometo errores, no sé si son suyos o míos, y cuando acierto, dudo que haya sido por mis propios méritos.

 

Hoy tengo un pequeño hijo, tiene 5 años, reconozco en él la sonrisa de su madre y a veces intento verme en él, casi con miedo, te lo he de confesar. Miranda, mi esposa, dijo un día muy contenta en una reunión – Frunce el entrecejo igualito a su papá – Yo sonreí, orgulloso como pavorreal, pero cariñosamente me atreví a corregirla. –No lo creo, su forma de fruncir el ceño es única y ¡me encanta como lo hace, es genial!

 

 

Supongo que hay hijos orgullosos de parecerse a su papá y yo desde luego quiero que mi hijo sea de esos. No sé si yo realmente me parezco al mío, lo que sí sé es que gracias a su ausencia he trabajado mucho en mí mismo para ser un buen papá.