Margarita Lignan Camarena
Durante muchos años se dijo que fueron las circunstancias, que una serie de eventos desafortunados se dieron cita en mala hora y mal lugar, que el destino es el destino y contra eso nada puede hacerse, y que en todo caso, la causa fue su infancia terrible, de la que hubiera sido imposible escapar.
Culpó a su padre y a su madre por no quererla, por tratarla como basura, por no entenderla, ni atenderla nunca. Negó sin embargo haber sido víctima de violencia, eso sí no le gustaba, aceptarse como un ser vulnerable la hacía sentir avergonzada, incómoda; el único sentimiento que estuvo dispuesta a asumir y demostrar fue la ira, que año tras año y día tras día, la llenó de fuerza y de razones hasta perderla.
El día que los pasillos del penal la recibieron, iba con la cabeza en alto y la ropa sucia, una reja tras otra se abrieron frente a ella, el gélido ruido del metal y los grises pasillos le parecieron interminables; a su paso, en las paredes, rebotaban haciendo eco los desgarrados gritos de algunas internas hartas del encierro.
Aquello no se sentía como el glamour de las narco series, sino como un absoluto vacío interno que la hacía temblar de manera incontrolable.
46 años fue la sentencia por el homicidio de su madre, extrañamente no se sentía liberada como imaginó; aquella mujer que la trajo a la vida pero que también la había insultado, humillado, golpeado y alguna vez hasta vendido con un compadre, ya no estaba; pero el lastre, esa invisible e inmensa carga sobre su cabeza, no se fue.
A veces, durante las noches en prisión, aparecían como visiones fragmentos de ese ser obscuro en que se convirtió un día, se sentía como un animal primitivo, ingobernable, caótico, profundamente incómodo. Pero ya no había nada que hacer, nada que pudiera cambiar.
Aburrida de una vida entre barrotes, ratas, basura, olor a orines, pleitos y traiciones, un día sintió la necesidad de escribir su historia, pensó que finalmente era una historia fuera de serie, quizá incluso interesante, hasta imaginó que alguien podría hacer con ella una película; pero al escribir, le ocurrió algo completamente inesperado, comenzó a ver luces que nunca había visto, claros en aquel bosque que era su mente y se le revelaron verdades que ahora parecían obvias pero que antes nunca vio.
¿Por qué toleró tanto?, ¿por qué no se fue de su casa en vez de asumir la tormenta de golpes y humillaciones que finalmente la destruyó?, ¿cómo llegó a crecerle dentro la necesidad de venganza en lugar de la de libertad?, ¿por qué nunca pidió ayuda?, ¿por qué no escapó?, ¿por qué no voló?
Hubo desde siempre señales en el camino, esa sensación de calor intenso como fuego en el centro del estómago, los primeros golpes que regresó, la necesidad de ahogarse en alcohol para no sentir.
Una tarde sus palabras teñidas de tinta le dijeron que sí, que sí podía cambiar algo, hacer que tanto dolor tuviera sentido y sanar en sí misma el vacío.
Aurora despertó de su pesadilla y fue con la directora del penal para pedirle la oportunidad de trabajar con las chicas de la Comunidad de Adolescentes, necesitaba hablar con ellas, ayudarlas a ver lo que no vio; quería advertirles que aquello era un infierno del que aún podían salvarse.
Gracias a su buen comportamiento, y como parte de un programa de reinserción social para las jóvenes, le permitieron dar un taller de escritura al que tituló “Señales en el camino”.
No se trataba de ortografía, ni de aprender lo que pasaron por alto en la escuela, sino de reflexionar, de verse; prácticamente de poder levitar sobre su propia vida para observarla desde afuera, sin estar sumergidas en la maraña de sentimientos tóxicos que sólo las confundían.
Aurora ahora era su maestra, su obscura vida por fin tenía utilidad, porque le permitía mostrar a aquellas jóvenes justamente las señales en el camino que ella nunca vio. -Si alguien estuviera en tu lugar, ¿qué le aconsejarías?-Preguntó a cada una. Desde luego las respuestas no fueron iguales a las decisiones que habían tomado; siempre es más fácil aconsejar al otro que asumir y decidir lo propio.
Las chicas aceptaron la cálida guía de aquella maestra que no intentaba juzgarlas o moralizarlas, sino que por haber recorrido un camino semejante, las hacía sentir comprendidas, acogidas y aceptadas tal cual eran; pero también las motivaba hacia una transformación valiente, liberadora y profundamente amorosa.
¿Has intentado escribir para descubrir cosas de ti que nunca has visto?, ¿cuáles son esas señales que te están indicando que urge un cambio en tu camino?