Ainhoa Suárez Gómez
Crecí en un ambiente en el que las cosas eran blanco y negro: había mujeres y hombres, rosa y azul, princesas y guerreros. Para mí era fácil hacer esas distinciones. Me sentía cómodo con ellas. En realidad, nunca había pasado nada que me llevara a cuestionarlas. Es más, ni siquiera me daba cuenta de que existían. Todo cambió el día que mi hermano, el menor de los tres, me dijo que quería hablar conmigo.
Luis me invitó a tomarme un café a un lugar que nos gusta a los dos. Cuando llegué lo vi muy nervioso y entendí que era un tema serio. Le pregunté si todo estaba bien y si necesitaba ayuda. Me dijo que sí a las dos cosas: todo estaba bien, pero también iba a necesitar ayuda para que las cosas siguieran así. Su respuesta me intrigó. ¿Qué pasa? Le dije. Luis tomó aire.
—Te pedí que vinieras acá porque te quiero contar que … soy gay ‒dijo tomando aliento.
Después de escucharlo me quedé en silencio un par de minutos. No sabía qué responder. Por un lado, me sentí sorprendido, pero, por otro, tampoco era algo demasiado extraño.
—¿Cómo? —le dije, aunque pronto me arrepentí de mi pregunta.
—Sí, Jorge, me gustan los hombres. Lo he sabido desde hace tiempo, pero no me atrevía a decirlo —respondió en un tono seguro.
—Perdón por mi pregunta, hermano. Simplemente estoy un poco sorprendido, pero también muy contento por ti —le confesé.
—Sé que es algo nuevo para ti, pero me encantaría que pudieras acompañarme en este proceso —dijo Raúl.
Antes de seguir con la plática le di un fuerte abrazo. Estaba emocionado por Luis. Sabía que esa conversación no había sido fácil para él. Además, quería que supiera que tenía mi apoyo. Le dije que podía contar conmigo para hablar con mis papás y el resto de la familia. Luis estaba verdaderamente conmovido.
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Esa tarde estuvimos en el café un par de horas más. Luis me contó que había conocido a alguien y que estaba muy contento. De regreso a casa hice memoria de nuestra adolescencia. Me acordé mucho de esos juegos donde las niñas jugaban con las muñecas y los niños con espadas. Juegos que a mí me resultaban naturales, pero con los que Luis, y seguramente muchas otras personas, se sentían incómodas. Él no encajaba en ese esquema. Le resultaba difícil ajustarse a un mundo en el que todo estaba dividido en rosa y azul, no porque él fuera extraño o estuviera equivocado, sino porque el esquema mismo era demasiado limitante.
Hoy entiendo que el mundo no sólo se divide en rosa y azul. Hay todo un arcoíris allá afuera. La experiencia con mi hermano me enseñó que parte de mi trabajo es hacer conciencia de los muchos colores que hay allá afuera. Sólo así podremos lograr construir una sociedad donde todas y todos nos sintamos acogidos.