El bonito arte de llorar

Margarita Lignan Camarena

Llueve esta tarde torrencialmente, me encanta la lluvia, siempre me llega la imagen de un planeta de agua mojándose a sí mismo, lavándose, purificándose. Después, tras la lluvia, el olor a tierra húmeda, el verde vivo de las plantas, el rocío sobre las flores y las imágenes brillantes sobre los charcos, son un aviso de que la vida se ha renovado una vez más.

 

Cuando era pequeña no me permitía llorar, cuando mi padre se fue en busca de otra vida, sentí que debía ser fuerte porque mi madre se derrumbó y no lloré ni una lágrima, aunque me recuerdo besando las paredes de la que fue mi casa antes de irnos a vivir con los abuelos.

 

No lloré tampoco cuando tenía 9 años y mi abuelo, nuestro nuevo y amoroso protector, murió tras un asalto; porque todos en la familia enloquecieron, y yo veía en medio de tantos gritos a mi hermano pequeño confundido; sentí que debía contenerlo, distraerlo, sacarlo de aquel drama.

 

De hecho, tampoco lloré cuando justamente mi hermano, bajo mi cuidado, se rompió el brazo y me culparon. No lloré ni por verlo lastimado ni por sentirme lastimada.

 

Más adelante, en la vida, escuché varias veces que a los hombres no se les permite llorar; pero ¿sabes?, a las mujeres fuertes tampoco; aprendí a crear un muro para no romperme, porque en caso de hacerlo, estaba segura de que nadie me sostendría.

 

Nunca lloré tras las rupturas amorosas con los novios, tampoco por las amigas que se iban, ni por la escuela que acababa, ni cuando fui yo a la que asaltaron en la calle, ni cuando me robaron un importante proyecto de trabajo, ni cuando me casé, ni cuando nació mi primer hijo, ni cuando me divorcié.

 

No lloré durante el parto, tampoco cuando la vesícula me estaba matando o cuando me rompí una pierna, ni cuando me tropelló un ciclista; es más, no lloré el día que me dio un infarto, pensé que ese dolor en el pecho eran mis nervios traicionándome, me tomé un té, seguí mi vida y acabé en urgencias.

 

Mi corazón explotó por tanto dolor contenido, porque ante la fortaleza que siempre mostré, la gente nunca vio mi debilidad; fácilmente venían y además de mis cosas cargaba yo con las suyas para quitarles el peso. No supe ponerles el alto ni ponérmelo yo.

 

Existe una frase que constantemente repetimos a los niños: “te voy a dar… para que de verdad llores por algo”, hoy me pregunto, ¿qué es ese algo?, ¿por cuáles cosas vale la pena llorar, por cuáles no?, ¿por qué no nos permitimos llorar libremente?

 

Al mostrarnos vulnerables, los otros quizá se asusten al principio, pero también descubrirán que tenemos límites que no pueden ser rebasados. Tal vez alguien no soporte vernos rotos y se vaya; pero también puede pasar que el amor nos acoja.

 

Tras el infarto he aprendido que hacerme fuerte y nunca llorar es una forma de violencia contra mí misma, que no puedo cargar tanto y que tengo derecho a demostrar que ciertas acciones o circunstancias me lastiman.

 

También me he vuelto mucho más sensible al llanto de los otros, me enoja que no se permita el llanto, que quieran que cuando surge, se calme de inmediato; ¿cuánto dura la lluvia?, yo creo que lo que tenga que durar, ¿qué intensidad debe tener la tormenta?, sólo la Tierra lo sabe, lloverá y lloverá e incluso habrá truenos y relámpagos, hasta que se sienta curada.

 

Hoy me permito y le permito a los otros llorar porque sé que el llanto es un valioso instrumento de sanación, tanto para niños como para adultos. He aprendido que un mar de lágrimas no es algo que haya que calmar, sino acompañar, porque implica una inmensa sensación de soledad, de impotencia.

 

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Ahora, cuando alguien llora, si me es posible, lo acompaño silenciosamente, sin calmarlo, sin aconsejarlo; sólo haciéndole saber que me importa y que estoy ahí por si necesita un abrazo. Cuando necesito llorar me doy el espacio y no me castigo con recriminaciones ni con culpas, me permito ser vulnerable, pedir a alguien que me acompañe si es necesario. Sé que cuando el dolor termine de salir como cascada, algo nuevo en mí florecerá.

 

Somos como la Tierra, también estamos hechos de agua y necesitamos lavarnos a nosotros mismos, purificarnos, renovarnos. Igual que pasa con las flores y las plantas, tras el llanto la sonrisa se dibuja más fácilmente, cobramos brillo.