Margarita Lignan Camarena
Seguro que la libertad es algo hermoso, debiera serlo, aunque a veces se complica. Yo vengo de una historia a la que no quiero llamar difícil, sino diferente, porque los personajes de mi historia eligieron caminos poco frecuentados y quizá por lo mismo, llenos de enredaderas, espinas, piedras y tropiezos, aunque seguro que también se detuvieron a descansar en algunos parajes con luz y flores.
Mis padres se conocieron un buen día, ellos cuentan que se enamoraron, rentaron un departamento, tuvieron una boda y después hijos; sólo que lo que siguió, no se lo esperaban. No esperaban que yo saliera tan berrinchuda, que mi hermano se atragantara con un carrito de juguete y hubiera que llevarlo al hospital, tampoco imaginaron que mi papá perdería el trabajo tantas veces, ni que mi abue tuviera que prestarnos su cuarto de azotea para vivir. Mucho menos se imaginaron que yo contagiaría a mi papá de varicela, ni que el gobierno tomaría sus escasos ahorros para rescatar grandes y desconocidos negocios oficiales.
Mi papá fue el primero, se sintió altamente rebasado y se fue a los Estados Unidos convencido de que allá la vida sería mejor, pero no nos llevó con él, porque según escuché tras la puerta, mientras él y mi madre discutían, él necesitaba irse ligero, “sin cargas”, sin pendientes, es decir, sin nosotros. Necesitaba urgentemente su libertad.
Mi mamá trató con todas sus fuerzas de sostenerse como la mujer cabal que sus padres le enseñaron a ser, pero quizá sufrió otro tipo de contagio, porque cuando raramente mi papá llegaba a llamar por teléfono, ella le gritaba “¡Yo también tengo derecho, yo quiero ser tan libre como tú!” y fue así que nos llevaron a mi hermano y a mí a vivir a casa de mi tía Martita, que sólo tenía a mi primo Juan que entonces era un pequeño bebé y hoy se ha convertido en nuestro hermano.
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Hoy que tengo a mis propios hijos, sé bien que no todo es color de rosa, que hay momentos difíciles, incluso momentos en los que quisiera escapar a un lugar imaginario donde nadie me molesta, nadie me pide nada, nadie me reclama y no tengo cuentas que pagar.
Por largo tiempo me sentí de muchas formas, triste, enojada, incluso rabiosa, pero también profundamente avergonzada. En los momentos más duros negué que ellos fueran mis padres, incluso quise cambiarme el apellido por el de mi tía; la verdad es que me sentí muy lastimada, tanto, que me convertí en una víctima. Recuerdo aquella época como un lugar obscuro, lleno de dolor y desprecio por todo y por todos, en donde en realidad no me gustaba estar.
Cambié, trabajé mucho en mí misma para convertirme en la mujer que siempre quise ser, alegre y creativa, amorosa y solidaria, paciente y positiva. Decidí ser tan libre como ellos, mis padres, libre para elegir un camino distinto al suyo. No fue inercia, yo elegí ser una mamá cercana, cariñosa, presente. Yo quise quedarme con mi familia a pesar de las adversidades; además he decidido estar contenta, cantar y bailar, sonreír, peinarme bonito y aceptar que soy digna de todo el amor del mundo, aunque ellos, mis padres no hayan podido dármelo.