niños-y-niñas-en-el-confinamiento

¡Mami, ya me aburrí!

Margarita Lignan Camarena

Te quiero contar que esto de las clases en línea ha sido todo un reto para Santiago y para mí. Yo estaba tan acostumbrada a mi vida que la sentía casi perfecta, casi, porque la verdad es que tanta carrera y tanto tráfico no los disfrutaba. Me levantaba a las 6:30 am, ponía mí música, un regaderazo rápido, arreglarme, preparar el licuado del desayuno, corretear a Santiago para que se vistiera, ponerle algo en la lonchera y salir volados, él rumbo a sus clases y yo al trabajo.

 

Yo trabajaba muy a gusto, concentrada, con algunos problemas laborales por supuesto, pero mientras imaginaba a mi hijo contento en la escuela, disfrutando con sus compañeros y a cargo de su maestra. Por la tarde él tomaba sus clases extra de natación, karate e inglés, así que me daba tiempo de tomar mi clase de spinning en el gimnasio y pasar a recogerlo para volver juntos a casa y descansar.

 

Ahora por supuesto que todo cambió, como tú, estamos todo el día en casa, no hay clases extra y mi trabajo se ha triplicado, tanto el de la oficina, como el de la casa. Para colmo Santiago no cooperaba, berrinche tras berrinche para hacer las tareas; ahí me tienes buscándole actividades para entretenerlo, que si la plastilina, que si el rompecabezas, que si armar y desarmar su nave de mini bloques. Me la pasaba buscándole algo que pudiera hacer por sí mismo sin hacer mucho reguero, pero apenas llevaba media hora en eso y llegaba a mis oídos el grito más aterrador de todos: “¡Mami, ya me aburrí!”

 

Yo sentía que era el inicio del desastre, que si no lo mantenía ocupado todo el tiempo me enloquecería o podría descomponer algo, aventarse por una ventana, columpiarse de la lámpara o no sé qué tanto imaginaba yo.

 

Todo eran gritos, llantos, regaños y mucho, mucho estrés. Yo estaba acostumbrada a llegar del trabajo a una casa limpia y sin desorden, lo cual ahora, con nosotros dentro todo el tiempo, se convirtió en un mundo de cosas con vida propia; los trastes sucios se multiplicaron, lo mismo los pisos pegajosos y los cojines tirados.

 

Fue la mirada de Santiago lo que me hizo cambiar, justamente un día en que su maestra les explicaba por la pantalla cómo hacer una recta numérica; ella explicaba con el mayor detalle posible y Santi veía fijamente las láminas que ella compartía, hasta que apagó su cámara y se puso a llorar. “¡Yo no puedo mami, soy muy tonto, ya no quiero que la maestra esté allá porque no le entiendo!”. Me conmovió profundamente el esfuerzo de ambos.

 

Te puede interesar: Los niños y las niñas en las pantallas: ¡Cuidado!

 

Le dije entonces que esto de las clases en línea está siendo muy difícil porque es un asunto de súper héroes, le expliqué que son la primera generación de niños que toma clases de este modo y que están desarrollando súper poderes para poder resistir hasta que vuelvan a la escuela a disfrutar con sus amigos. Santi me sonrió reconfortado.

 

Comprendí que el que yo haya perdido mi oficina, mi privacidad y el gym son asuntos menores ante la desesperación de los niños, sobre todo ellos naturalmente necesitan el contacto, el aire, brincar, correr, abrazar. Me relajé y dejé de preocuparme por el desorden de la casa, comencé a verla como un espacio creativo que se reconstruye a diario. Me di cuenta también de que saturando a Santi de actividades sólo lo estaba estresando más, que aburrirse está bien porque es él mismo quien tiene que buscar qué es lo que quiere hacer, que si se pasa la tarde viendo el techo o jugando con el celular después de la tarea, no es que no esté haciendo nada, está conteniéndose, está ayudando a su mente a encontrar salidas para no desesperarse.

 

 

Dejé de gritar, de exigirle tanto a él, a su maestra y a mí misma. Reconozco que estamos construyendo formas inéditas de vivir, explorándonos. Decidí que el mejor regalo que le puedo dar a mi hijo en estos momentos no es un alto grado de productividad, sino la calma. Aprendí que el trabajo, por más urgente que sea, no puede llevarme al infarto; así que lo dosifico porque también yo necesito contemplar el techo, mirar por la ventana y respirar, una y otra vez, mantenerme respirando, tranquilamente, hasta que todo esto se haya transformado.