Escrito por: La redacción.

De acuerdo con diversos analistas, la criminalidad tiene un impacto negativo en la confianza de la ciudadanía en el gobierno (Dammert, 2012). Más allá de este hecho, la criminalidad (y la percepción de la misma) tiene un efecto evidente sobre la implementación de políticas públicas de seguridad, pues la confianza en las instituciones y sobre todo, en las policías es clave para lograr una implementación exitosa.

Desgraciadamente en México, los cuerpos policiales, que son el primer contacto con el ciudadano, no cuentan con la confianza de la población. De acuerdo con el Índice Mundial de Seguridad Interna y Policía (WISPI por sus siglas en inglés), del International Police Science Association (IPSA) y el Institute for Economics and Peace (IEP) publicado en 2016, que midió el desempeño de aquellos encargados de la seguridad en cuatro campos: capacidad, proceso, legitimidad y resultados, nuestro país se colocó en el lugar 118 de 127 países.

Esto resulta preocupante porque la capacidad de la policía para realizar los deberes que le corresponden pende de la aprobación y el respeto público, es decir, dependen radicalmente de una relación positiva policía-ciudadano. Con legitimidad, la población adopta libremente una obligación moral de cooperación con la autoridad; sin ella, la policía depende en mayor grado de su facultad del uso de la fuerza (Mora, 2017).

La desconfianza en las autoridades puede verse potencializada por medidas o políticas que ponderen el uso de la fuerza pública y la persecución criminal por encima de las políticas preventivas. Quizá el ejemplo más dramático de la ineficacia de este tipo de medidas sea la política de “Mano dura” de El Salvador, implementada a principios de la década de los 2000, cuando el gobierno ordenó el despliegue de un operativo a cargo de la policía y el ejército, con el fin de reducir la violencia y los delitos relacionados con las pandillas callejeras mediante la desarticulación y captura de miembros de pandillas. Lo que se observó con estas políticas fue que, simultáneamente a su implementación, el país experimentó un considerable incremento en las tasas de homicidios (Dammert, 2012) (Basombrio, 2013).

Algo similar ocurrió en el país al sacar de los cuarteles al ejército mexicano para combatir a la delincuencia organizada en las calles; además de aumentar la tasa de homicidios, ésta ha traído consigo profundas secuelas, entre ellas creó (o reafirmó) la idea de que la policía no es efectiva.

De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2018, del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), en las policías municipales confían el 48.2% de los encuestados, en la policía estatal solo el 54.3% y en la policía federal un 66.4%.

Entonces, ¿cómo cambiar este panorama? Primero, cambiando de modelo. Debemos dejar atrás la militarización y aquellas estrategias de seguridad pública con un enfoque represivo y darle paso al enfoque de prevención, además, es necesaria la profesionalización de cada uno de los elementos de seguridad pública y la creación de policías con sentido humano para que puedan acercarse a las comunidades y atenderlas desde la comprensión de sus necesidades reales.

Favennec y García proponen dos elementos clave en la organización de la operación policial:

1) un enfoque territorial y de cercanía con la comunidad que consista en dividir el territorio de intervención en unidades más pequeñas, todo en función de distintas características locales, además de colocar por cuadrante o sector policías fijos para que se reduzcan tiempos de respuesta, haya mayor conocimiento de los problemas de seguridad del lugar y se tenga una relación policía-comunidad; y

2) la combinación de intervención policial y de prevención social para la solución de problemas, es decir, atender tanto los efectos como las causas de los problemas (Favennec y García, 2017).

La transformación de las policías sin duda conlleva todo un proceso complejo que requiere tiempo, pero una sociedad que desconfía en sus autoridades en materia de seguridad y de impartición de justicia, es una sociedad que no participará en las medidas para prevenir y combatir la inseguridad y la violencia; la legitimidad en las instituciones tiene una relación directa con la capacidad que pueden o no tener los gobiernos de implementar políticas efectivas para la construcción de seguridad ciudadana (ONU-Hábitat y Universidad Alberto Hurtado, 2009). Por ello, es necesario impulsar la cohesión social y concebir políticas públicas más integrales, en las que exista consenso y participación de diversos actores como policías y ciudadanos, para comenzar a darle paulatinamente legitimidad y confianza a las acciones implementadas por el gobierno.

Last modified: septiembre 11, 2019